04. EL ÁRBOL
Inmóvil.
Sin poder moverse. Atado. Enraizado a la tierra. Preso. Movía las
ramas en un intento de imitar a los pájaros que le sobrevolaban cada
día. Sin éxito. Envidiaba las nubes que nadaban en el mar azul. Una
lágrima de savia le resbaló por el tronco. El tiempo pasaba y con los
años el paisaje se le hizo monótono y aburrido. Algún animal lo
habitaba por algún tiempo pero todos acaban marchando. Todos menos él.
Frustración. No sentía que aquel fuera su lugar en el mundo pero, por
algún motivo que no lograba comprender, sus raíces estaban prisioneras
en el suelo arcilloso. Suspiró amargamente. Una liebre le pasó veloz y
un escalofrío fugaz le hizo perder la última hoja que le quedaba. Frío.
Otro invierno había llegado. Resignado cerró los ojos y durmió hasta
la siguiente primavera.
La fuerte lluvia y
el cielo tormentoso lo despertaron de su hibernación. El suelo se había
derretido. Sintió que algo se movía. Sus raíces se sentían libres.
Aquello no podía ser cierto. Podía moverse. De repente un torrente de
agua lo arrancó de su estupor. Agua, piedras, fango. No distinguía nada
a su alrededor. Algo lo arrastraba hacia lo desconocido. Mientras
rodaba colina abajo, pensó que había que tener cuidado con lo se
deseaba. Que se cumpliera, no era garantía de felicidad.
Su
tortura acabó en unas horas. La lluvia cesó y un sol amable lamió las
heridas de su cuerpo magullado. Ante sí, la cuenca de un río. Atrás
dejaba una eternidad de sufrimiento. Sus raíces maltrechas se volvieron a
ocultar en la tierra. Lo volvían a hacer prisionero de la tierra.
Ahora sin embargo, el árbol se sentía diferente. Sabía que podía
moverse, sólo tenía que esperar el momento adecuado para hacerlo. Sus
ramas renacieron más fuertes y frondosas que nunca de su tronco
malherido. Un estornino extraviado se posó en su copa. Sonrió
satisfecho al ver pasar el agua a su lado.
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