29. EL VIRUS


Aquella mañana Martín se levantó como cualquier otra. Se duchó, se puso el polo y
los pantalones y se atusó la gorra antes de coger la bolsa de golf y salir por la puerta. Sonrió confiado. El torneo iba a ser suyo, lo iba a clavar y le daría puerta a muchos comentarios sobre sus supuestos problemas golfísticos. Había practicado, ido a clase y, sobre todo, había visualizado cada y uno de los golpes que iba a dar aquella mañana. Nada podía salir mal. Al menos, no a él, no en aquel torneo.

Al llegar a la casa club se dio cuenta de que la gente iba más a su bola que cualquier otro día. Lo agradeció porque así nadie le podría romper la concentración. Pasó por recepción, le indicaron sus compañeros de partida y desde qué hoyo iba a salir y con paso decidido se fue a practicar antes de que sonara el tiro de salida. Saludó a varios conocidos pero nadie le devolvió el saludo y Martín empezó a mosquearse. ¿Quiénes se creían que eran? ¿Por qué le negaban el saludo? No es que él fuera la persona más políticamente correcta del planeta pero no había discutido con nadie en las últimas jornadas. Seguro que era una estrategia para ponerlo nervioso. No, esto no le haría desconcentrarse. Hoy no podrían derrotarle. 

El pistoletazo de salida indicó a Martín que era su turno para tirar. Se preparó, concentró y le dio a la bola como nunca antes lo había hecho. Sus compañeros de partida ni se inmutaron. Uno a uno fueron pasando ante Martín sin mostrar ni un ápice de emoción. El golfista se sintió contrariado, normalmente no lo trataban con aquella indiferencia, sino que, por el contrario, despertaba envidias por su excelente juego. Hoyo tras hoyo sus contrincantes fueron oscureciendo las miradas mientras se mostraban iracundos con él. Martín no comprendía a qué se debía aquella actitud y pronto su mente no podía detenerse. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué lo trataban así? Tampoco era un torneo tan importante como para ponerse así. 

A mitad de partida, Martín empezó a errar la mayoría de sus tiros. Ya no era capaz de visualizar su estrategia tan preparada antes de salir de casa. Se sentía aturdido y no lograba concentrarse. ¿Qué estaba pasando? ¿Se habrían compinchado para acabar con su rutina? No, aquello no podía ser. Ahora iba a cambiar su suerte. Cerró los ojos, respiró profundamente y se preparó para puttear y… Nada. La bola se fue directa al antegreen. Sus oponentes ni sonrieron. Aquello era lo más extraño de todo, que no se alegraban siquiera de sus fallos. Eran habituales la sorna y el escarnio más profundos hacia su persona cuando fallaba y ahora, el silencio. 

La cosa fue de mal en peor a medida que avanzaba la jornada. Sus compañeros parecían robots programados para tirar pero no por eso se acercaban al hoyo. La precisión había desaparecido y los golpes se amontonaban en las tarjetas. Hoy estaban haciendo el mayor de los ridículos pero a nadie parecía importarle. Raya tras raya la partida finalizó con unos resultados catastróficos por parte de los cuatro integrantes del grupo. 

Martín se sentía avergonzado. Se tapó los ojos con la gorra lo máximo que pudo e intentó salir del club con celeridad. Ni de coña se iba a quedar a ver los resultados y al sorteo. Es más, escondió su tarjeta en el bolsillo del pantalón sin hacer amago de entregarla en recepción para que incluyeran aquel despropósito de partida. No debía quedar constancia de lo que acababa de pasar, no física al menos, porque sabía, muy a su pesar, que sería el hazmerreír del club por mucho tiempo. Salió corriendo de allí, huyendo como si hubiera cometido un crimen atroz. El gran Martín había pinchado y gravemente. 

Cerró la puerta principal y tiró la bolsa con furia. Qué día más horrible y él que pensaba que iba a ganar y había hecho el ridículo más grande de la historia. Se duchó porque quería limpiar la vergüenza que sentía pero aquello no funcionó. Pronto empezarían a insultarlo por los grupos de whatsapp. ¿Quién tiraría la primera piedra? ¿Mi hermano? ¿Mis amigos? ¿La asociación de golf?, pensó. Pero nada. Mutismo generalizado. Nadie le dijo nada durante todo el fin de semana. Y eso sí que era extraño. Vale, no le había ido muy bien a nadie pero ¿por qué no decían nada? 

Martín estaba intranquilo. No saber qué ocurría le ponía muy nervioso pero no quería pisar el campo hasta que no se hubiera olvidado un poco el desastre de partida que había hecho. Y así lo hizo, esperó. Esperó a que alguien rompiera el silencio pero, para el lunes, nadie daba señales de vida. Su hermano no contestaba al teléfono, ni su grupo de amigos le habían mandado ningún meme burlándose de él, ni sus compañeros de golf le habían pedido la dimisión de la asociación. Estaba descolocado. 

El trabajo le ayudó a centrar la atención en otras cosas. Aún así estaba preocupado por no poder localizar a su hermano. Se acercó a su casa pero todo estaba cerrado a cal y canto. Tampoco estaba el coche que solía aparcar en la entrada del garaje. El campo, sin embargo, donde vivía Alberto parecía diferente aquella mañana. Decenas de golfistas caminaban con la mirada perdida dando golpes con brazos cansados a bolas imaginarias. Los pocos que aún controlaban el juego eran incapaces de mover la bola a escasos metros. Se frotó los ojos para comprobar que no estaba en un sueño y lo que veía era real. 

No lejos de allí distinguió en la distancia a su hermano Alberto que no paraba de dar golpes al césped. El agujero que había creado en el tee era tan profundo que parecía una tumba abierta. Martín corrió a detener aquella locura pero su hermano no lo escuchaba. Seguía dándole al driver sin descanso con la mirada perdida. Unas marcadas ojeras cubrían prácticamente todo el rostro, se le veía demacrado y visiblemente más delgado. Lo zarandeó para despertarlo de lo que parecía una pesadilla pero no reaccionaba. Una hora después de intentar todo lo que se ocurría, tiró la toalla. Lo intentó con otros golfistas que estaban en los alrededores pero también fracasó estrepitosamente con cada uno de ellos. 

Martín empezó a hiperventilar. Mirara donde mirara había zombies que jugaban a golf mecánicamente sin avanzar, sin poder parar. ¿Qué podía hacer? ¿Y por qué él no estaba afectado? La ansiedad le invadió por completo. No quería dejar allí a su hermano pero tenía que buscar una solución y allí no podía hacerlo. Volvió a su casa y conectó el ordenador. Si era algo local sería de fácil solución o eso esperaba. Sin embargo, el alma se le cayó a los pies cuando empezó a leer las noticias. 

Todo había comenzado en el Masters de Augusta. El virus había infectado a los profesionales y no tardó mucho en extenderse por todos los campos de Estados Unidos. El siguiente país había sido Reino Unido, seguido de Irlanda, Emiratos Árabes y Nueva Zelanda. Poco a poco todos los campos de golf se habían contagiado de este virus que provocaba una obsesión exacerbada por jugar a golf y una incapacidad física de parar de jugar. Los primeros golfistas habían muerto de agotamiento. Nada funcionaba para sacarlos de aquel trance y cuando caían ya había poco que hacer por ellos. Deshidratados, desnutridos, con poca masa muscular. Los médicos no sabían cómo proceder porque ayudarlos a mantenerse en pie era solo una manera cruel de alargar la agonía última. 

Martín no quiso leer más. Tenía el estómago revuelto sólo de pensar lo que podía pasarle si lo acababa pillando. Decidió no pisar más ningún campo de golf. Hizo limpieza en casa y tiró todo el equipamiento que tenía para evitar tentaciones. Lloró al dejarlo todo en el contenedor de la basura. Se había resignado a perder el mundo del golf, a su hermano y sus amigos por un virus de lo más absurdo y desconocido. 

Los campos de golf se llenaron de cadáveres en descomposición a las pocas semanas. El hedor era insoportable cuando Martín fue a enterrar a Alberto en el mismo agujero que él mismo había abierto con el driver. Lo había visto desvanecerse día a día con la impotencia de no poder hacer nada por él. Iba completamente protegido con un EPI que había robado en las urgencias del hospital de la ciudad y se esforzaba por desinfectarse cada vez que volvía a casa. Lanzó el cuerpo de su hermano al fondo de la tumba improvisada y empezó a rellenar el agujero con la pala que cargaba cada día esperando lo inevitable. Lloró cuando acabó y puso el driver como señal de la caída de Alberto. 

Martín estaba destrozado. No sólo había perdido a su única familia, también había perdido su juego favorito. Su vida giraba entorno al golf. Si incluso se había divorciado porque su mujer le quitaba demasiado tiempo para la práctica. El trabajo se le hacía insoportable porque ahora no tenía ningún incentivo al acabar la jornada. Volvía a casa y se sentaba en la butaca con la televisión apagada. Ya no podía ver más las noticias. El virus se iba extendiendo y ya había afectado a otros deportes. Su vida era un infierno y el aburrimiento era tal que ya sólo esperaba que la muerte viniera a buscarlo. 

Arrastraba los pies deprimido hacia la cocina cuando alguien llamó a la puerta. Hacía mucho que no recibía visitas y pensó que sería un vendedor a domicilio pero la insistencia de la llamada lo sacó de quicio y fue a abrir la puerta. 

—¿El señor Martín Pérez? 

—Sí, soy yo. Pero no estoy de humor para encuestas así que… a los buenos días. 

Martín hizo el ademán de cerrar la puerta pero el hombre trajeado que preguntaba por él puso su mocasín en el quicio de la puerta para evitar que el golfista la cerrara. 

—¿Es usted hándicap 4? 

Martín no se esperaba ese tipo de encuesta. ¿Quién quería saber su hándicap si era fácilmente comprobable en su perfil? 

—Sí, pero ya hace un año que no juego. Desde lo del virus. 

—Bueno, antes del virus ¿era ese su hándicap? —insistió. 

—Sí, lo era. ¿Por qué quiere saberlo? ¿Es algún tipo de broma? 

Pero aquel hombre no le contestó. Levantó el boli que llevaba en la mano y dos gorilas vestidos con EPIs blancos lo agarraron de los brazos mientras el visitante le inoculaba algo con una jeringa. No tardó en perder el conocimiento. 

—Venga, este era el último. Ya están todos los golfistas infectados. Ahora sólo hay que esperar… 

La voz se iba apagando y no logró escuchar las últimas palabras. Al despertar estaba en una celda de hormigón sin ninguna ventana al exterior. Había un camastro con un colchón raído, un váter en una esquina y una bolsa completa de golf con un tee de entrenamiento. Martín sintió que le temblaban las manos. Algo lo impulsaba a acercarse a los palos. Hacía tanto que no los tocaba que cogió el putter y lo abrazó con cariño. Colocó una bola y tiró al hoyo. Falló. Colocó una segunda y volvió a tirar sin éxito. Hubo una tercera y una cuarta y hasta una quinta. Martín perdió la noción del tiempo. Solo existía aquella bola, aquel hoyo y ya no podía parar.





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