26. LA PLAYA

Agosto. Javier estrenaba vacaciones tras unos meses duros de trabajo. La fusión había requerido más sacrificios de los anticipados y eso lo había superado. Cada vez que llamaba a uno de sus empleados para darle la noticia de su finiquito notaba cómo su moral iba minando. Eran sacrificios de sangre a un dios perverso y cruel que sólo le prometía la propia supervivencia. En aquel momento le pareció la mejor, o la única, de las soluciones posibles para salvar su empresa.

Javier se despertó, se duchó y disfrutó del agua que caía por todo su cuerpo acariciando y apaciguando las heridas de guerra de los últimos meses. No podía creer que por fin dejara atrás aquella tortura de elegir y echar a las personas más prescindibles. Si hubieran sido prescindibles desde el primer momento ya no las hubiera contratado pero eso, al buitre, no le cuadraba de ninguna de las maneras. Podía iniciar el descanso del guerrero. Lo peor ya estaba hecho y, ahora, sólo tenía que esperar al reflote de su barco financiero. 

El teléfono lo sacó de sus pensamientos. Salió y se envolvió en su albornoz para no contestar desnudo a la llamada. Era absurdo, no esperaba ninguna videollamada y vestirse era completamente innecesario a la par que inútil aunque lo hizo igualmente. 

—¿Señor Fernández? —la voz al otro lado parecía insegura y asustada. 

— Sí, soy yo. ¿Quién me llama? 

—No sé si me recuerda, soy la secretaria del señor Smith. —Claro que la recordaba. Era una pequeña pelirroja tímida pero diligente que llevaba la agenda de Peter con mano de hierro. —Me ha pedido que le comunique…—la voz se perdió en la línea. 

—¿Carol? No te oigo. ¿Qué has dicho? ¿Lo puedes repetir? —Javier sonaba preocupado porque aquella interrupción no había sido debida a la mala conexión telefónica. 

—Se…Señor Fernández… Mi jefe, el director, el señor Smith… 

—Carol, por favor, sea lo que sea dímelo ya— suplicó Javier. 

—Me ha pedido que le diga que sus servicios ya no serán necesarios. Toda la documentación sobre la finalización de la relación contractual ha sido enviada a su abogado… 

—Eso no puede ser posible, yo no soy su empleado. ¡Soy el dueño de la empresa! 

—Lo siento, señor, pero cuando relea la cláusula 34.7 sección 75 se dará cuenta que ahora la empresa pasa a manos del holding… 

—¿Qué? No, eso no es correcto. Me leí muy bien los contratos y eso no lo ponía en ninguna cláusula. ¿Crees que le regalaría mi empresa, que he construido con el sudor de mi frente durante años, al primer buitre que se cruzara en mi camino? ¿Estás loca? 

—Señor Fernández, no creo que el tono sea el más adecuado. —Le aconsejó la secretaria— De todas maneras, si tiene alguna duda, su abogado seguro que le podrá asesorar de la mejor manera posible. Tiene quince días para liberar su despacho y recoger sus pertenencias o estas serán retiradas del edificio por el personal de seguridad. Muchas gracias y que tenga un buen día. 

La línea se cortó y Javier se quedó con cara de memo escuchando el beep del teléfono. No podía dar crédito a lo que acababa de pasar. Llamó a su abogado pero enseguida recordó que él también había iniciado sus vacaciones. No podía ayudarle. Decidió ir a su oficina para recoger sus cosas. Creía recordar que guardaba una copia del contrato de fusión. Esa cláusula era una patraña. Si estaba allí seguro que era más que interpretable pero Javier, sencillamente, no la recordaba. Su corazón pesaba demasiado. 

Se puso la ropa que había preparado antes de meterse en la ducha y cogió la bolsa que había preparado la noche anterior cuando aún tenía ilusión por disfrutar de sus vacaciones. Sólo serían unos minutos antes de seguir con los planes iniciales. 

La oficina era un desierto. Agosto era un mes un poco tonto. Nunca parecía pasar nada. Como si el tiempo descansara del estrés del resto del año. Alguien le había dejado unas cajas de cartón reciclado encima de su mesa. Parecía que lo tenían todo más que pensado. Javier, con lágrimas en los ojos, fue recogiendo cajón por cajón: Documentos pendientes, cartas importantes, recuerdos de clientes, fotos con sus compañeros del club, trofeos importantes de golf que exponía como el cazador más experimentado. Pero el contrato no apareció por ningún lado. Todo era muy extraño. Demasiado. 

Tras llenar unas 5 cajas de efectos personales puso rumbo a su destino vacacional. Intentó animarse con el volumen a tope de la radio del coche aunque los éxitos del verano solo le provocaban una enorme tristeza. El aire acondicionado le helaba las extremidades pero Javier no sentía dolor, de hecho, no sentía nada. 

No tardó mucho en llegar a su destino. Bajó, se cambió el calzado y con los bártulos al hombro comenzó a caminar hacia una dirección más que decidida. La gente lo miraba extrañado, como si se sorprendieran de verlo allí. Pero uno no podía estar siempre trabajando. Sus vacaciones habían comenzado y nada ni nadie se las arruinaría. 

Hacía calor y la playa parecía estar más lejos de lo normal pero eso no detuvo a Javier. Subió y bajó varias colinas hasta que divisó el gran azul. Sonrió aliviado. Casi se había quedado sin el agua que había traído para pasar el día. Colocó la sombrilla al repecho de la colina porque así no le molestarían los otros bañistas. Clavó la sombrilla, abrió la hamaca y la cubrió con la toalla para tenerla disponible al salir de su baño. Se desvistió, se echó protección solar (los primeros días de sol solía tomar un color gamba hervida bastante desagradable que quería evitar en la medida de lo posible) y respiró profundamente. 

Sus vacaciones acababan de comenzar y ya arreglaría lo que tuviera que arreglar cuando llegara el momento. Metió los pies en el agua que parecía estar más sucia de lo normal pero achacó la turbiedad a la masiva presencia de veraneantes. Agosto era agosto y todo hijo de vecino acababa en la playa con más o menos agrado. Unos patos le graznaron indignados cuando Javier invadió su zona de baño aunque él los ignoró y se zambulló en las sucias pero frescas aguas. 

De repente, ya no le importó nada. Ni que hubiera perdido su empresa, ni que ahora no tuviera un propósito vital, ni que estuviera desempleado a los cincuenta (una edad más que conflictiva para un empresario fracasado). Sólo le importaba el agua, el cielo azul y la paz que le daba el silencio de las vacaciones. Y sonrió, sonrió porque por primera vez en mucho tiempo se sintió relajado y en paz. Tanto esfuerzo y sacrificio no habían servido de nada. Él al menos había tenido la decencia de despedir a sus empelados cara a cara y eso le hacía sentirse muy orgulloso de él mismo. 

Hizo el muerto flotando sobre el agua con una sonrisa que le atravesaba el rostro y la brisa que lo mecía cariñosamente. El silencio. La tranquilidad era la novedad que más le intrigaba porque en agosto era extraño que hubiera tanta calma en una de las playas más concurridas de Tarragona. Y, dicho y hecho, un grito lo sacó de su ensoñación. 

—¡Agua! —alguien avisó. 

Javier casi se ahoga del susto y se sumergió rápido evitando una bola de golf que venía peligrosamente hacia él. ¿Quién sería el loco que se ponía a tirar bolas de golf en la playa? ¡Qué había niños por el amor de Dios! El empresario en paro con paso decidido salió del agua para enfrentarse con aquel energúmeno que osaba interrumpir su baño y ponía en peligro a los infantes que pudieran estar disfrutando de las olas del mar. Se rodeó la cintura con la toalla y descalzo se acercó al incívico que también venía buscando guerra. 

—¿Está usted loco? —gritaron ambos al unísono aunque el tono de Javier ganó el primer asalto. 

—¿Qué hace insensato? ¿No ve que puede herir a alguien jugando a golf en la playa? ¡No será por la de campos que tiene a pocos kilómetros a la redonda! Casi me da en la cabeza con esa bola mal tirada porque hay que tirar mal para que acabe en el agua una bola. 

El desconocido miraba boquiabierto a Javier que, descalzo y con el bañador mojado, se mostraba la mar de furioso ante el acto que acababa de cometer. A pesar de lo absurdo de la situación no quiso sacar al bañista de su delirio. No tardaron en llegar sus compañeros de partida perfectamente uniformados con polo, shorts y gorra cargados de sus bolsas de golf al hombro. Todos observaban el enfado de Javier sin dar crédito a lo que sus ojos veían. Un bañista, rojo de ira y de sobreexposición solar había plantado su sombrilla en el bunker del hoyo siete y encima se quejaba de que le habían interrumpido su baño. 

Uno de los golfistas, con disimulo, más por miedo que por preocupación, llamó a la recepción del club. A los pocos minutos, un buggy sobrepoblado de seguridad y responsables del campo llegaron al punto de conflicto. El gerente, que se había sumado a la expedición por pura curiosidad, bajó al descubrir quién era el perturbado que había decidido convertir su campo de golf en su playa personal. 

—¿Señor Fernández? ¿Se encuentra bien? Venga yo lo acompaño. No se preocupe. En seguida nos ocupamos del problema —Javier no dejaba de hablar e insultar a aquellos locos golfistas—. Recojan sus pertenencias y llamen a una ambulancia—ordenó a sus empleados. El señor Fernández necesita ayuda, una ayuda que nosotros no podemos darle. 

Lo montó en el buggy cariñosamente y, mientras lo escuchaba con preocupación, lo condujo a la casa club donde el equipo de emergencias los esperaba. Javier ya no era Javier. Era un bañista que había plantado su sombrilla en el lado equivocado de la playa. Agosto. El mes perfecto para tomarse unas vacaciones. O eso decían algunos. 

   


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