27.COMIENZOS



Los años para mí siempre habían comenzado el 15 de septiembre (día arriba, día abajo) que era cuando mis hijos volvían al colegio y las nuevas rutinas ocupaban el lugar apropiado en la agenda. 

María, la pequeña, se centraba en sus clases de ballet e idiomas. Cada año iniciaba el aprendizaje de una nueva lengua sin descuidar las que ya estaba aprendiendo. Este año se le había antojado el chino. Decía que era la lengua del futuro y que no podía vivir sin intentar aprenderla al menos. Ella siempre tan dramática ponía los ojos en blanco cuando le sugería que debía aparcar alguna actividad antes de empezar con el chino pero mis palabras no tardaban en caer en saco roto. Todos aprendimos pronto que lo peor que se podía hacer era poner trabas a la pequeña María. Siempre acababa consiguiendo lo que quería ya fuera por las buenas o por las malas. Y no queráis saber detalles porque los límites que era capaz de traspasar la niña para conseguir lo que se le había antojado eran del todo inauditos. 

Eric, el mayor, sin embargo, probaba un deporte diferente cada curso escolar. Había pasado por clases y equipos de todo tipo, desde el típico fútbol hasta la nueva moda del parkour. El primer mes solía ser el alumno perfecto: atendía a los entrenos, se esforzaba por mejorar, cumplía con todos los compromisos del equipo… pero aquello no solía perdurar en el tiempo y tras las navidades solía dejar de practicar aquello por lo que había sentido una pasión tan fuerte. Nos sentaba en el salón a su madre y a mí y, muy solemnemente, nos soltaba el mismo discurso cada año de cómo se había dado cuenta de que aquel no era su deporte, que había descubierto cualquier otro que le llamaba más la atención pero que ahora las inscripciones estaban cerradas y que ya, si eso, el curso que viene lo intentaría. Acto seguido se encerraba en su cuarto y jugaba a videojuegos en línea hasta altas horas de la noche. 

Debo confesar que mis hijos me sobrepasaban. Parecía que tenían su vida mucho más clara que la mía y eso me asustaba. A menudo imaginaba a María como una cruel directiva en alguna empresa en algún lugar remoto del mundo hablando perfectamente el idioma local de la manera más repelente posible. A Eric… Eric era una causa perdida. Sus notas eran terribles, su nivel de atención en cualquier actividad era casi inexistente y su interés en los deportes no acababa de llegar a ningún lado. Lo tendría en casa hasta el fin de los días, encerrado en su habitación gritando a una pantalla de por vida. De eso no me cabía ápice de duda. 

Estaba cansado de mi anodina existencia. Trabajo aburrido de oficina de 9 a 5 y luego de chófer de los niños. Arriba, abajo. Paradas, recogidas. Mochilas varias, uniformes varios. Sin descanso hasta las 9 o 10 de la noche. Llegaba a mesa puesta e intercambiaba tres frases mal articuladas con mi mujer quien a las 11 como muy tarde ya dormía a pierna suelta. Y cada año era igual. Sentía que aquella era una manera muy absurda de desperdiciar la vida pero ¿qué otra alternativa tenía? Los niños colonizaban mi tiempo libre y yo no podía protestar porque ellos eran lo primero, lo más importante. 

—¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! Eh, reacciona. ¿No me escuchas? 

—¿Eh? Sí… No… perdona…dime cariño… ¿Qué decías, María? 

—Que esta tarde cuando me recojas tienes que traer el tutú rosa para ballet, la carpeta de francés y el libro de japonés, el blanco que tiene un 3 en la portada. No te confundas porque la última vez me trajiste el 1 y la profe se enfadó. 

—Tranquila, no me equivocaré esta vez, necesitas el 1 no el 3. 

—¡Oh, papá, que te acabo de decir que necesito el 3!— gritó enfurecida la pequeña tirana— ¿Es que no sabes ya los años que llevo estudiando japonés? 

—Lo siento, María, el 3. Mira que me lo apunto para que no se me olvide —saqué el móvil e hice ver que me ponía una nota para evitar cualquier descuido que pudiera interferir con su educación lingüística. 

—Eso espero —advirtió la niña que bajó dando un portazo del coche y corrió a reunirse con el resto de niñas perfectas que eran sus amigas. 

—¿Y tú no necesitas nada, Eric? Todavía no me has dicho qué vas a hacer este curso —mi hijo me ignoraba por completo y suspiré —. Eric, oye, va, que vas a llegar tarde al cole. Dame el móvil. ¿Necesitas algo para después de clase o vuelves a casa con Jose? 

—¿Eh? —acababa de aterrizar al mundo real— ¿Qué decías, papá? 

—¿Que si te tengo que llevar a algún sitio después de las clases o vuelves a casa con Jose? 

—Oh, vuelvo con Jose. Las extraescolares empiezan la semana que viene. 

—¿Y ya te has apuntado a alguna? 

—Puede, no sé, bueno luego te lo digo…— bajó corriendo del coche para evitar una conversación más larga sobre su ineficacia a la hora de elegir algo este año. 

Me fui a trabajar ya cansado a las 9 de la mañana y antes de entrar en la oficina decidí tomarme un café en la cantina. Saludé con la cabeza a varios compañeros que reían animosamente con el que parecía el primer café de la mañana. Envidiaba a aquellos que llegaban a su trabajo contentos a pesar de ser conscientes de que no les reportaba la más mínima realización personal. Yo no conseguía hacerlo y cada día resultaba más difícil entrar con buena cara. 

Me escondí en la barra tras un periódico deportivo que llevaba allí demasiado tiempo. Me llamó la atención que en la portada no saliera ningún jugador de fútbol, sino un chico que no conocía. Leí los titulares con la esperanza de ayudar a Eric a encontrar un nuevo deporte para este curso. Sergio García había ganado el Masters de Augusta y, sin duda, aquello era un hito en la historia del golf español. ¿Golf? Eric se reiría de mí en la cara. ¿Acaso no era aquel un deporte para las altas élites? Yo no era más que un simple oficinista. 

Pagué el café, cogí el periódico inconscientemente y me subí a mi cubículo a pasar la jornada lo mejor que pude. Leí las páginas interiores sobre el golfista en cuestión y algo me enganchó. Pasé la mañana en internet leyendo sobre golf, torneos, golfistas… Hacía tanto tiempo que no me lo pasaba tan bien que se me pasó por completo la hora de ir a recoger a María. 

Me llamaron del colegio preocupados porque nunca había llegado tarde a buscar a la niña. Sin duda, debía haberme pasado algo terrible que justificara mi retraso. “Oh, sí, he tenido problemas con el coche. Enseguida llego”, mentí. Salí corriendo de la oficina, paré en casa en un suspiro para recoger todo lo que necesitaba María y derrapé en mi llegada a la escuela. María estaba furiosa. Temí la ira de mi hija por unos segundos pero mi mente tenía otros planes. La dejé en su clase de ballet y me fui directo a un centro comercial que no estaba lejos. Tenía dos horas para poder comprar todo lo que necesitaba antes de llevarla a japonés. 

Pregunté por la sección de golf y empecé a mirar sin saber exactamente qué tenía qué comprar. Lo más fácil parecía la indumentaria, así que cogí un par de polos y pantalones, los zapatos. Lo bueno era que todo estaba en la misma sección. Y entonces los vi. Vi una pared entera de palos de diferentes longitudes, materiales y colores que seguramente servían para cosas diferentes y me derrumbé. No tenía ni idea de qué comprar. La fantasía que me había montado para iniciarme en el golf se desvanecía. Me senté en el banco medianero del pasillo con la cabeza gacha. Triste. 

En ese momento llegó el chico que atendía la sección. Sentí su presencia en mi espalda. 

—¿Puedo ayudarle en algo? — me preguntó. 

—Pues… la verdad que me da algo de vergüenza… Me quiero iniciar en el golf pero no tengo ni idea de lo que necesito. 

—Bueno, no se preocupe, para eso estoy yo aquí. Veo que la ropa ya la tiene —sonrió amablemente mientras señalaba las prendas que abrazaba en mi regazo—. El problema son los palos me imagino. 

—Sí, no sabía que hicieran falta tantos —le confesé. 

—¿Ha jugado alguna vez? 

—No, la verdad es que no. Pero he leído sobre Sergio García y… Mira, creo que es el tipo de deporte que me vendría bien en estos momentos. 

—¡Qué grande Sergio! Lo del Masters ha sido impresionante pero… —se interrumpió al ver que yo era un inculto en el tema—. Vamos a ver qué podemos encontrar para usted. 

Lo acompañé y me habló de las maderas, del driver, del putt, de los híbridos, hierros… mientras mi móvil no dejaba de sonar. Lo ignoré por completo porque aquello que me explicaba el chico era lo más interesante que había escuchado en mucho tiempo. Me explicó la postura básica y me dejó tirar algunas veces de prueba. Y sonreí. Era un pésimo golfista pero no podía dejar de revisar las simulaciones que el chico me mostraba sobre mi incipiente juego. 

Sin darme cuenta, el centro comercial avisaba del inminente cierre. Me había pasado la tarde monopolizando a aquel chico y ni siquiera me había dado cuenta. Me sentía feliz, más feliz de lo que hubiera estado en mucho tiempo. En el carrito llevaba todo lo necesario para jugar a golf, el profesor improvisado me había enseñado las cuatro cosas básicas para comenzar y ahora, ahora solo quería empezar a jugar. 

—Perdone, tenga, —el chico me dio una tarjeta— este profesor le podrá ayudar. Sé que la semana próxima empieza un curso de iniciación y le será muy útil para aprender y obtener la licencia. 

—Oh, muchas gracias, no sé cómo agradecerte lo que has hecho por mí esta tarde. 

—Con clientes como usted es todo un placer. Vuelva cuando quiera y me va explicando cómo van sus progresos como golfista. 

—¡Lo haré! De verdad, muchas gracias. 

Las luces del recinto se apagaron tras mi compra. Lo puse todo en el coche y me fui a casa como un niño con zapatos nuevos. Cargué el ascensor con mis nuevos juguetes y al abrir la puerta, mi familia me esperaba con caras de pocos amigos. Era la primera vez que no me importaba. Los saludé ignorando su actitud y me fui a mi despacho. Desembalé todas mis compras, colgué la ropa lo mejor que pude y me sentí rebosante de energía. Aquella noche dormí a pierna suelta, tranquilo y sin preocupaciones. 

El sábado me levanté temprano, me vestí con mi nuevo uniforme, cargué con mi bolsa preparada, me calcé los zapatos relucientes y salí de casa sin despedirme de nadie. Al llegar al campo, me deslumbró el contraste del cielo azul profundo con el verde prado. Pronto encontré a mi nuevo profesor y a mis nuevos compañeros. Todos éramos novatos pero compartíamos una nueva ilusión: jugar a golf. 

—Venga, ¿comenzamos? — nos invitó el profesor mientras se atusaba la gorra y sonreía cómplice a sus nuevos alumnos.




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