01. EL RELOJ DEL CONEJO BLANCO
Ilustrador: Javier Garcia (http://javigaar.blogspot.com)
Laia
bajaba corriendo las escaleras con un zapato puesto y el otro en la
mano mientras hacía equilibrios para intentar ponérsela sin mucho
éxito. Se había vuelto a quedar dormida y llegaba tarde al trabajo otra
vez. No entendía por qué siempre llegaba tarde a todas partes. Era como
si su cuerpo no pudiera seguir el ritmo de su vida. El café quemaba y
sólo dio un bocado a la tostada porque no tenía tiempo de acabársela.
Cogió el abrigo y cerró la puerta de casa con un golpe seco. El sol la
deslumbró y un coche casi se la come al cruzar la calle. La gente corría
a su alrededor como si hubiera un fuego o estuvieran a punto de
bombardear la ciudad. Sus rostros estaban serios y las facciones eran
ferozmente duras.
Laia
se reincorporó a la marabunta y siguió el flujo natural, rápido y sin
pausa. En el metro era difícil de respirar. Una multitud de gente
luchaba por entrar pero Laia no tuvo suerte y tuvo que esperar al
siguiente. Se sentía como el conejo de Alicia en el país de las maravillas. Miraba su reloj constantemente mientras las manillas rodaban y rodaban con una aparente velocidad.
Consiguió
entrar en el metro a empujones como si coger el metro implicara su
supervivencia. Una parada. La cara de Laia se preocupaba. Otra parada.
Laia miraba el reloj con impaciencia. Tercera parada. Su pie golpeaba
irritado el suelo. La siguiente era su parada. Laia volaba a través de
los pasillos. “Llego tarde, llego tarde, llego tarde”, repetía
la chica como un mantra. Las escaleras parecían interminables y su
respiración cada vez era más angustiante. Veía el edificio de oficinas
en la lejanía como si fuera un espejismo, como si nunca pudiera llegar,
como un sueño inalcanzable. Respiraba fuertemente. El aire le pesaba.
Sudaba. Al llegar a la puerta principal, no se abría. Extrañada, Laia
golpeaba con fuerza la porta mientras gritaba para que la abrieran.
Nadie parecía oírla.
De
repente la gente desapareció y unas lágrimas de frustración le
resbalaban por las mejillas. No lo entendía. ¿Qué estaba pasando?
Gritaba salvajemente. Poco a poco todo se volvió invisible y el cuerpo
deshecho por los nervios de Laia suplicaba de rodillas en el suelo para
que alguien le explicara qué estaba pasando. Había perdido la cabeza.
No lo entendía. Temblaba. Chillaba. Lloraba. El ruido insistente de la
sociedad se había convertido en un silencio sepulcral. Miedo.
Inseguridad. Soledad. Pánico.
El
despertador la salvó de su pesadilla. Laia abrió los ojos. La cama
estaba toda sudada. El cuerpo todavía le temblaba asustado. Bajó las
escaleras lentamente con los pies descalzos saboreando cada escalón,
digiriendo la frialdad del suelo para sentirse viva. Abrió el balcón y
todavía en pijama y sin zapatos salió al jardín. Hacía un sol
espléndido, de aquellos soles de primavera que te llenan de energía y
vida. Era domingo y el ambiente desbordaba paz y tranquilidad. Laia
respiró profundamente. Las flores escarchadas. El césped húmedo. La
brisa marina. El viento transportaba la música del mar constante de las
olas. Laia puso su mano sobre su pecho. El corazón le latía suave
siguiendo el movimiento hipnótico de las olas, el ritmo interno de la
tierra y se sintió conectada al universo.
Publicación de origen: http://www.valors.org/v82.html (en catalán)
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