24. EL REGALO


Abrió la carta que su hijo le había mandado a Papá Noel en secreto. Siempre lo hacía así: fingía meterla en el buzón lleno de purpurina roja y adornos navideños, pero lo que realmente enviaba era una copia en blanco de la misma carta recortada del catálogo del centro comercial. Tenía las manos rápidas y, aunque su retoño ya había pasado la edad de creer en el gordo vestido de rojo, él no se daba cuenta de que su madre se quedaba con sus deseos cada año. 

Aquellas fiestas serían diferentes porque, no sabía cómo, se había quedado con la carta en blanco. Ignoraba cómo había cometido semejante error y entró en pánico. ¿Y ahora qué le compro? Le temblaban las manos. Ir a comprar un regalo sin saber lo que él deseaba se le hacía misión imposible. Sería la primera vez que tendría que adivinar qué quería su hijo. 

—Hola, cariño, ¿has dormido bien hoy? ¿No habrás soñado con tu regalo de Navidad, no? Papá Noel, bajando por la chimenea con aquel paquete tan deseado, se toma la leche y las galletas que le dejaste y... 

—Mamá, estás un poco pesada hoy —refunfuñó el niño—. No me hace falta soñar con el regalo de Santa porque, como cada año, ya sé lo que me va a traer. Me porto bien, saco buenas notes y he bajado mi hándicap. No tiene motivos para no traerme lo que le he pedido —comentó. 

Era realmente repelente. Ahora entendía por qué nadie quería venir a su cumpleaños. 

—Que es...­­ —le azuzó la madre para descubrir su deseo de Navidad y poder ir a comprarlo lo antes posible. 

—No seas cotilla, mamá. No te lo voy a decir, es un secreto entre él y yo —concluyó alegre su hijo mientras salía diligentemente por la puerta hacia el autobús escolar. 

Derrotada, la madre, se tiró en el sofá. Sacó el móvil y buscó “los juguetes más buscados de 2018”. Nada parecía adecuado a los gustos de su hijo. Pero, ¿cuáles eran los gustos de su hijo? Lo veía cada día, sentía que se comunicaban bastante o eso les decía la mediadora familiar pero había una parte que su pequeño se guardaba muy dentro y eso era lo que realmente deseaba. Tenía que admitir que lo conocía mucho mejor desde que le requisaba las cartas a Santa, los Reyes y el Ratoncito Pérez. Era un niño inteligente y seguro con grandes ideales, como si un adulto hubiera colonizado aquel pequeño cuerpo. A veces, tenía la impresión de que era mucho más maduro que ella. 

Le envió un mensaje a su marido por si a él le había mencionado algo. Y tras el doble acuse de recibo, la ignoró una vez más, como siempre hacía. La madre suspiró. Se sintió estúpida por pensar que el padre de su hijo supiera algo de él. 

La desesperación la llevó hasta el cuarto del retoño. Todo estaba organizado por tamaño, color y forma. La psicóloga ya le había comentado que podría ser el inicio de un TOC y que no debería permitirle ese tipo de orden. Pero, ¿a qué madre en su sano juicio le importaría tener un hijo tan ordenado? La terapeuta no la entendía porque no era madre pero ella creía que esa extraña obsesión de su hijo sólo le aportaba disciplina y concentración al pequeño. O eso era lo que le había asegurado por activa y por pasiva el entrenador de golf de su Rahm en ciernes. 

Paseó por aquella habitación con miedo a ser descubierta. Nada parecía delatar sus deseos de Navidad. Todo era impersonal, una decoración casi de revista. A Raúl no le gustaba mostrar sus premios y, por eso, los escondía pulcramente bajo la cama. Clara pensó que aquel podría ser un buen escondite para un diario, un recorte, un dibujo. Algo que le marcara el camino a seguir. 

Abrió la cajonera y allí, perfectamente alineados estaban todos sus trofeos y, junto con ellos, una carpeta con los diplomas y menciones conseguidas. ¿En qué momento su pequeño había conseguido todo aquello sin su conocimiento? Vivía con un par de desconocidos y sintió un pinchazo en el corazón. ¿Quién era su hijo? Nueve años de vida y ni siquiera sabía cuál era su color favorito. Se sintió muy mala madre. La relación con Raúl tenía que cambiar, intentar que su hijo se abriera más, que compartiera sus más íntimos secretos con ella. Especialmente su secreto con Santa. 

Se puso unos tejanos y un polo y salió lo más rápido que pudo de casa. En unos minutos se plantó en la consulta de la psicóloga. 

—Mónica, tenemos que habl…—entró sin llamar, sin ni siquiera considerar que podía estar ocupada con otro paciente. —Lo siento —se disculpó rápidamente y cerró tras de sí. Se había puesto roja como un tomate. Creía haber reconocido a la señora que lloraba en el sofá ante la solícita Mónica. Clara se sentó pacientemente en el recibidor a que Mónica acabara la sesión interrumpida. 

—¿Qué ocurre, Clara? No deberías haber entrado así en la consulta. 

—Lo sé, pero era urgente y no sabía…—calló porque le parecía absurda su idea de que Mónica solo la tuviera a ella como clienta. —No pensé que estuvieras ocupada. Lo siento de verdad. Pero —la voz se le quebró por un instante—, me he dado cuenta de que no conozco a Raúl. Me equivoqué y me quedé con la carta vacía —la terapeuta la miraba sin comprender. —No sé qué comprarle a mi hijo por Navidad —resumió. —Vivo con un desconocido —y se echó a llorar sin consuelo alguno. 

—Y, ¿qué necesitas Clara? ¿En qué puedo ayudarte? 

Esas palabras la tranquilizaron mientras se limpiaba los mocos con la manga del jersey. 

—Esperaba que me pudieras decir qué quiere Raúl. Si te había comentado algo de lo que le había pedido a Papá Noel —su petición aparentemente inocente puso en guardia a Mónica quien se tensó en la butaca. 

—Ya sabes que lo que hablo con él es privado. No puedo decirte nada sobre nuestras sesiones. 

—Y, lo entiendo, de verdad. Es como tiene que ser y le estás ayudando mucho con sus manías pero, solo esta vez, una pista. ¿Y si le regalo algo que él no quiera? Nunca he fallado en los regalos. No quiero decepcionarlo. 

—Clara, lo siento, pero no puedo ayudarte. No quiero romper su confianza y espero que lo entiendas. ¿Quieres que concertemos una cita para tu próxima sesión? Es preciso que hablemos de esto que te está pasando, de lo que estás sintiendo. 

Clara se sintió insegura y se levantó rápidamente. Sonrió a la psicóloga y corrió hasta el ascensor. Se sentía romper a cada paso que daba. Raúl la odiaría para siempre. ¿Qué podía regalarle? De manera automática condujo hasta el centro comercial. Paseó observando cada escaparate con la esperanza de que algo llamara su atención. Las tiendas se le hacían eternas y vacías. No había nada para ella, ni para Raúl. El tiempo corría inexorablemente y el aviso de cierre la acabó de desarmar. No había comprado nada. ¿Y ahora qué pondría bajo el árbol esta noche? Se sentía rota por dentro. Derrotada. Nunca hubiera pensado que pudiera decepcionar a Raúl de semejante manera. 

Al llegar casa, se puso a preparar la cena de Nochebuena. Los familiares fueron llegando aunque Clara no acababa de escuchar lo que decían. Sus voces se amortiguaban en la lejanía a pesar de tenerlos justo enfrente. La sonrisa perenne la vestía artificialmente. Todo parecía ir bien. La gente comía, bebía, se divertía. Hasta Raúl parecía mucho más sociable aquella noche con sus primos. 

La madre se ocultó de las miradas de los otros. No quería que descubrieran el fraude de mujer que era. Desconocer los deseos de su hijo era un pecado capital y no se lo perdonaría nunca. 

—¿Clara? Ah, estás ahí. Se marchan todos. ¿Bajas a despedirlos? 

Ni tan siquiera se dio cuenta de la hinchazón en los ojos y en lo pequeña que se sentía. ¿Qué haría Ramón cuando se diera cuenta de que era la peor madre del mundo? Vuelta a la sonrisa cordial, despedidas, besos y promesas de verse pronto a pesar de saber que hasta la próxima Navidad no sentirían la obligación de volver a hacerlo. 

—Venga, Raúl, a la cama. ¿No querrás que Papá Noel te encuentre despierto, no? Porque si no duermes no te dejará los regalos que tiene para ti —el padre resultó más convincente de lo habitual y el hijo subió a su habitación sin rechistar. El viejo de rojo debería venir cada noche y se evitarían muchos conflictos familiares. 

Ramón no tardó en quitarse la máscara de anfitrión perfecto para enfrentarse a Clara una vez más. 

—Y, ahora, ¿qué problema tienes, Clara? ¿Ni en Nochebuena puedes estar feliz? ¿Qué más necesitas? Te lo doy todo y aquí estás tú con cara de besugo y mirada ausente. ¿Qué crees que pensará mi familia? 

—Cariño, no lo entiendes, pero es que…—balbuceó— No tengo regalo para Raúl. No sé qué quiere. Me equivoqué de carta y… 

—¿No le has comprado nada? —se sorprendió su marido. 

—No, es que no he visto nada que le pudiera gustar y… 

Ramón estaba fuera de sí. Intuyó la frustración y la decepción en su cara. Clara no sabía dónde meterse. Pero Ramón retomó el control rápidamente. 

—Lo siento. 

—Clara, tienes que comunicarte conmigo. Me lo tendrías que haber dicho en cuanto te diste cuenta del error. Dos cabezas piensan más que una. —El gestor financiero era mucho mejor que ella en momentos de crisis y ambos lo sabían. Pensó por unos minutos en silencio y no tardó en encontrar la solución como siempre. Y salió corriendo al trastero volviendo victorioso con algo entre las manos. —Menos mal que fui previsor y le compré el putter de Jon Rahm para su cumpleaños. Ya está, le envolvemos el palo y listos. 

Y Clara se lo quedó mirando. Era una solución pero no era la solución. Lo que aquel día le había revelado es que no tenía ni idea de quién era aquel pequeño individuo que vivía bajo su techo, al que alimentaba y cuidaba. El putter de Rahm no resolvía ese problema pero, al menos había algo bajo el árbol. Ramón se fue a dormir pero la madre no podía conciliar el sueño. Algo incomodaba sus pensamientos. Ojeó la carta una vez más, culpándose por enésima vez del error que no sabía cómo había cometido. Y de, repente, lo entendió todo. Puso su regalo bajo el árbol y durmió tranquilamente lo que quedaba de noche. 

A la mañana siguiente, Raúl los despertó con un grito. Papá Noel había dejado regalos para todos. Dormidos y legañosos bajaron al salón para abrir el arsenal de presentes que el generoso viejo les había dejado. Risas y diversión y deseos cumplidos. Raúl llegó al regalo que su madre había envuelto para él. Ambos se miraron y sonrieron al abrir la caja vacía. 

—Gracias, mamá, es justo lo que quería. 

Clara abrazó a su hijo como nunca antes lo había hecho. Raúl la achuchó todo lo fuerte que pudo. El regalo. Aquel regalo no lo olvidaría jamás. Corazones latían al mismo compás. La felicidad. 

 

 

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