30. ATRASIS (vol. 3) Cuentos de nueva fantasía
Aquel día el sol no salió. No lo hacía desde que la oscuridad se apoderó del cielo, como si de una noche eterna se tratase. Y con aquella oscuridad llegaron ladrones, asesinos, prostitutas y todo el infame mundo de los barrios bajos haciendo que el ambiente estuviese, tal vez, demasiado cargado. Casi había olvidado el color y la forma de la estrella que anteriormente calentaba el planeta. Echaba de menos los rayos cálidos en primavera e incluso el despreciable calor del verano, aquellos últimos veranos infernales antes de que la luz cesara de brillar. La vida no era como antaño, pero me daba igual porque ya no la recordaba; ni tan siquiera me importaba porque, al igual que el sol, mi luz interior hacía tiempo que también se había apagado. Era como una especie de autómata programado en un mundo que había cambiado la moralidad de las cosas.
Mientras andaba por la acera repleta de basura y excrementos veía las chabolas improvisadas donde vivía la gente, producto del desmesurado crecimiento demográfico, la prolongación de la esperanza de vida y el Cataclismo, un suceso indescriptible que había provocado un cambio de papeles. Notaba el olor de la pútrida existencia del ser humano, divisaba centenas de ratas negras, oía llorar a los niños que vivían en las cloacas, escuchaba la sirena intermitente de ambulancias y de coches de policía. Un paisaje rutinario al que costaba acostumbrarse a pesar del paso del tiempo. Una furcia se me acercó por si aceptaba sus servicios, pero la deseché bruscamente; tal vez por higiene, tal vez por decencia o tal vez por pena. Ya no soportaba que nadie me tocara. No podía permitirme el lujo de aceptar ninguna vida humana a mi alrededor. El mundo era cruel e inhóspito. La especie humana tenía los lustros contados y yo… yo anhelaba que el fin estuviera próximo. La vida se había convertido en un aire pútrido e irrespirable.
A pesar de la época oscura que me había tocado vivir, era uno de los pocos hombres que poseía un cargo medianamente aceptable o en la ciudad que ya ni tan siquiera había conservado su nombre por vergüenza. El Cataclismo se había cebado especialmente en gran parte del centro y sur de la urbe. Los contagiados crecieron de manera exponencial y murió mucha gente. Demasiada. Había estado casado, pero mi mujer había fallecido junto a mis dos hijos en la epidemia que provocó el descenso de población más importante de toda la historia. Sí, ellos también habían sido contagiados. Los vi descomponerse en mis propios brazos. Recordaba el olor a podrido que salían de sus orificios ya inútiles. Me quedé esperando la muerte hasta que los sanitarios me encontraron al borde del purgatorio. No se lo explicaban, pero yo era inmune a la enfermedad más cruel que la humanidad hubiese visto. Me convertí en un héroe improvisado simplemente por seguir vivo, por poseer la cura de la epidemia; y así fue como conseguí uno de los pocos trabajos tolerables en los tiempos que corrían, pero el vacío crecía por momentos. Yo morí en el preciso instante en el que mi pequeña exhalaba su último aliento. Fue así como decidí olvidarme del matrimonio, los niños y el amor. No de manera consciente, pero sucedió así, sin más. Se podría decir que estaba amargado y que ya no me importaba la vida pero ¿a qué loco le gustaría vivir en las circunstancias en que estaba el mundo?
Seguí caminando por aquella inmunda calle hasta llegar al paseo marítimo que coronaba lo que antes era una playa concurrida y ruidosa. En verano toda la ciudad presenciaba desde allí el concurso nacional de fuegos artificiales. Era un suspiro mágico. La gente lo observaba en silencio, sobrecogida por la belleza del espectáculo, mientras los ¡guau! se escapaban de improviso y se escondían en el rumor de las olas todavía cristalinas. Ahora era un vertedero y el agua era espesa y de color negro con viscosas manchas verdes. Me movía tan lentamente que las manecillas del reloj parecían ralentizarse. Tropecé con un cadáver en avanzado estado de descomposición que me provocó el vómito casi inmediatamente. El olor era insoportable. Hería las fosas nasales, así que salté el muerto y corrí hasta la estación, ya que mi tren salía en media hora.
Al llegar, me senté en un banco para recuperar la respiración entrecortada por la carrera. En la sala de espera podía ver los antiguos horarios de la vieja compañía RENFE. La empresa de ferrocarriles hacía mucho que había desaparecido pero la memoria se empeñaba en recordarla con vestigios inútiles en tablones de anuncios que nadie consultaba ya. Los paneles informativos descargaban chispas o estaban caídos en el suelo, rotos y reconvertidos en apartamentos para las ratas de las alcantarillas que ahora campaban a sus anchas como las mascotas de la nueva era. El hedor allí no era tan fuerte como el de fuera, aunque el ambiente se notaba viciado. Observé a la gente que, si antiguamente era curiosa, ahora se había convertido en singular. Una pareja intentaba mantener relaciones en la esquina sudoeste de la estación. Eran demasiado jóvenes: casi acababan de estrenar la pubertad. No mucho más lejos, un niño de unos ocho abriles jugaba con sus dedos en los bolsillos de los que compraban los billetes, sacando carteras, relojes, monedas, fotos…, con un sigilo que parecía pertenecer al mundo de las sombras. Unos metros más allá, una especie de pitonisa, que estaba en trance, hablaba del fin del mundo con una mujer totalmente enjoyada de plástico dorado y que vestía con una mala imitación de abrigo de visón fabricado en PVC. En la esquina sudeste, un camello le vendía la última novedad en drogas, X57, a un crío de unos diez años, moreno y raquítico. A unos pasos, una loca que estaba de rodillas se balanceaba rogando a un Dios que nos abandonó hacía ya demasiadas lunas.
A mi derecha, lo que años atrás habían
sido grandes puertas automáticas de cristal, ahora no eran más que vidrio
decorando peligrosamente la entrada al andén. Enfrente de mí estaba la
cafetería y una tienda de cartuchos de infinitas utilidades, los cuales servían
para conectarlos al aparato digital que se había convertido en una especie de
obsesión para toda la humanidad. Todo el mundo quería escapar de aquel infierno
terrenal y la realidad virtual era la manera más fácil y barata de dejarse
llevar a un mundo fantástico donde los sueños sí se podían cumplir, aunque
fuera en un plano dimensional diferente. Era un sustituto de la felicidad, una
pequeña luz al final del túnel de nuestra existencia miserable.
Miles de ruidos incoherentes rondaban mis oídos. Ya nadie hablaba razonablemente y el ser humano se había transformado en un robot que ansiaba controlar la mente de todos los demás. La demencia y la desesperación reinaban en las calles. La violencia y las armas eran tesoros al alcance de los niños. La vida no parecía tener fin y la ciencia seguía investigando sobre la fuente de la eterna juventud. Los abuelos se habían convertido en seres milenarios y los niños en ávidos genios a la caza del poder, la fama y el dinero. La individualidad y el egoísmo eran la moneda de cambio en estos tumultuosos tiempos.
Pronto
escuché la casi inaudible llamada para subir al tren. Hoy llegaba temprano; tal
vez tendría suerte y encontrara un lugar confortable. Me puse en pie
lentamente, con un cansancio crónico que habitaba mi cuerpo impidiéndome
moverme con libertad. Me sentía tieso y oxidado como una
vieja locomotora olvidada en alguna de las muchas estaciones abandonadas tras
el evento que cambió el mundo.
Subí a lo que quedaba del legendario y lujoso AVE. En su momento, fue uno de los grandes trenes de alta velocidad. Los países árabes habían luchado contra el desierto por tener alguno de ellos en su haber. Japón se había resentido en las ventas de sus trenes bala mientras Rusia había copiado en secreto las máquinas que sustituirían a los caros y contaminantes aviones que surcaban los cielos sin parar. Ahora apenas podía encontrar un asiento sin romper o que estuviese limpio; las paredes eran galerías andantes de arte urbano; las ventanas, selladas y tapadas a conciencia, no dejaban ver el exterior, quizá para no mostrar el desastre ecológico ocurrido en el Cataclismo. Curiosamente, el vagón estaba casi vacío y solo dos personas nos encontrábamos allí. Al principio no le presté demasiada atención, pero más tarde una extraña sensación me hizo mirarla con firmeza.
Era una mujer, o tal vez una jovencita, de tez blanquísima que me hizo recordar las clásicas estatuas griegas: sus ojos eran de un azul tan intenso que si el mar los contemplase se moriría de envidia ante la pureza de su color; sus mejillas, de un tono violáceo, le daban un poco de vida a aquel rostro que parecía el de una divinidad; sus labios, que no eran demasiado gruesos, mostraban una cerrada sonrisa que no dejaba ver sus dientes; su cuello, fino y largo, hacía que su estética fuese como sacada de la mano de un ser mágico; llevaba un pulcro vestido blanco, extraño en una época predominantemente oscura, con un amplio escote que dejaba entrever la parte superior de sus hermosísimos pechos, no demasiado grandes; sus brazos, tan frágiles como la porcelana china, desembocaban en unas finas muñecas que eran adornadas por un resplandeciente reloj y una fina pulsera, ambos de plata; sus elegantes manos, de largos dedos, sostenían un libro, bastante grueso, del que no pude leer con claridad su breve título. Este descansaba en su falda. Me paré a contemplar su pequeña cintura. Seguí bajando, y aunque su delicado vestido cubría sus piernas, las imaginé por los pliegues del mismo. El tejido se detuvo en sus tobillos, tan delgados como sus muñecas, de los que nacían unos menudos y gráciles pies envueltos en unas zapatillas planas y de un blanco posiblemente más puro que el del vestido. Me recordó a un ángel, uno de aquel Dios que parecía no estar ya entre nosotros.
La seguí mirando sin preocuparme si podría reprocharme mi descaro. Su figura era serenidad y tranquilidad absolutas. Me hacía sentir tan bien que por unos momentos olvidé las penalidades de la vida. Parecía estar bajo su embrujo. Estaba bajo su control y le hubiera ofrecido mi vida si me lo hubiera pedido. Ella desvió su mirada del libro y la subió hasta cruzarse con la mía. En ese instante la deseé, pero algo dentro de mí me contuvo. Sus ojos eran depurados e inocentes. Se puso en pie y reposó el ejemplar en su regazo. Sus cabellos, tan claros como sus vestiduras, le llegaban hasta las rodillas, acabando en graciosos tirabuzones. Seguía de pie y sonriendo. Debía ser una mensajera de Dios, una señal. Se acercó pausadamente hacia mí y me puse muy nervioso, aunque no pude apartar mis ojos de ella. Andaba con elegancia, como si volase y no notase el estruendoso vaivén del tren. Se paró frente a mí y me dijo:
—Sé lo que estás pensando y es cierto.
Su voz era comparable a la del mismísimo Dios y creí desfallecer cuando aquellos vocablos entraron en mis oídos. El éxtasis recorrió todo mi cuerpo simulando un orgasmo imposible.
—¿A qué has venido? ¿Nos sacarás de esta locura? ¿Nuestro Señor está aún entre nosotros? ¿Por qué estás aquí?
Tenía tantas preguntas que hacerle, pero parecía como si la atmósfera se la fuese tragando. No quería que desapareciera. No podía irse. Ya no recordaba la última vez que me sentí reconfortado y protegido. Solo quería acurrucarme en su falda y dormir, descansar plácidamente hasta el fin de los tiempos. Puso su dedo índice derecho sobre mis labios mientras dejaba su preciada posesión en el asiento de mi izquierda, abierto por una página. Bajó su mano hasta juntarla con la otra en su falda.
—Pronto lo entenderás todo.— Es lo que logré comprender de su leve susurro.
Acto seguido, fue desapareciendo ante mí y se fue formando una blanca neblina que se iba dispersando muy lentamente. Giré mi cabeza hacia donde había dejado el libro y logré leer el título del capítulo. Mis cuerdas vocales descifraron los caracteres y los labios dejaron escapar una única palabra: Apocalipsis. ¿Sería el final real del mundo o solo una broma pesada? Lo cerré y pude ver con claridad su rúbrica dorada. Era la Biblia, pero no podía ser: había sido prohibida algunas décadas atrás y quemados todos sus ejemplares. Mi cerebro se bloqueó, pero logré reaccionar y me dispuse a recogerlo, aunque al igual que su dueña desapareció en unos segundos.
El
traqueteo del tren me ponía de los nervios. Dejé reposar mi cabeza en la pared
y cerré los ojos. Una lágrima corrió por mi mejilla. “Por fin libre”, pensé.
Estaba tan cansado de vivir que deseaba que todo acabase cuanto antes. Quería
reunirme con mi familia para siempre, quería abrazarlos de nuevo, quería no
separarme jamás de sus almas. Por primera vez en mucho tiempo me sentía feliz.
Tenía la esperanza de que aquel inmenso vacío acabara en un breve período de
tiempo. Y sonreí tan fuerte que me pareció que una carcajada se escapaba de mi
boca.
El tren paró y el vagón se llenó de gente. El olor era asfixiaste y cargante, así que me levanté para conseguir un poco de oxígeno contaminado, pero era como si el aire se hubiese convertido en un humo irrespirable. Me agobiaba el poco espacio personal y quise huir de allí. Pensé en la salida, esperanzado. Me llevó un cuarto de hora cruzar todo el vagón, pero lo conseguí justo a tiempo y bajé, ya que aquella era mi parada habitual. No daba crédito. El trayecto se me había hecho inexplicablemente corto.
Mientras caminaba por la calle pensaba en lo que había visto y oído. No podía creerlo y meditaba sobre si todo aquello no sería producto de la inhalación de los gases que pululaban por la atmósfera. Era un escéptico, pero no era el único que habitaba el planeta. La gran mayoría de la humanidad no creía en nada porque todos sufríamos demasiado, porque algunos habían hecho demasiadas promesas que no se cumplieron, porque el ser humano, sencillamente, había cambiado. Yo no creía. Solo analizaba y todo aquello me parecía una alucinación. Debía serlo. No podía ser real.
Al
llegar al trabajo los compañeros me notaron diferente, como perdido en mis pensamientos,
y me preguntaron qué me ocurría.
—Nada —respondí secamente.
—Hombre, algo te pasa. Estás más huraño de lo normal, si fuera eso posible. —¿Queréis saber lo que me pasa? —les pregunté—. ¿Desde cuándo os interesa algo de lo que me ocurre? Pero, bueno, ya que os interesa, os lo diré. ¿Creéis que existen los ángeles? —me limité a interpelarles.
La carcajada fue generalizada, como también lo fueron las burlas y las chanzas. Uno de ellos logró contener la risa y, con lágrimas en los ojos, me contestó:
—¿Los ángeles? ¿Que si existen los mensajeros de Dios? Eso no se lo cree ni el que escribió la Biblia —sentenció.
No
sé por qué aquel comentario me dolió, me molestó sobremanera. Yo antes habría
dicho lo mismo si me lo hubiesen preguntado, pero ahora todo era distinto.
Debía avisarlos sobre lo que estaba por venir. La situación era extrema. Íbamos
a morir todos.
Me dirigí con furia hacia mi despacho y me pasé todo el día recordando lo ocurrido. ¿Por qué la gente estaba tan desengañada? No había perdido la poca cordura que me quedaba. Algo debía existir. Algo movía las cuerdas del mundo, aunque ya no estuviese entre nosotros. El espíritu celeste me había hecho abrir los ojos a una realidad nueva, una vía de escape. Era una señal que le daba sentido a la existencia humana. Ahora no concebía que no hubiera nada más tras la muerte. Había visto un ángel y ya no había vuelta atrás.
El silbato que indicaba el fin de la jornada sonó. Dejé de aparentar que trabajaba y me dirigí a la estación entusiasmado. ¿Cabría la posibilidad de volverla a ver o habría sido una vulgar ilusión? No, no podía cuestionar lo sucedido aquella mañana. El señor que esperaba en el andén a mi lado se apartó asustado al verme murmurar entre dientes. Decidí no coger el primer tren porque estaba seguro de que la aglomeración de gente sería brutal y me senté en un banco a la espera del próximo. El hombre respiró aliviado al comprobar que yo no subía. Un loco menos del que preocuparse.
La imagen de aquella mujer volvía fugazmente a mi memoria. El corazón me latía cada vez con más fuerza e imágenes de mi vida retornaban incesantes a la mente. El segundo tren llegó y, mareado, subí a él. Me apoyé en una de las ventanillas e intenté respirar con normalidad, pero todo me daba vueltas. El ruido de la máquina se hacía cada vez más insoportable. De pronto, todo se paró y las luces se apagaron. El pánico se apoderó de la gente que chillaba, lloraba y corría hacia las salidas cercanas. Otro Cataclismo en ciernes. El tren, las vías y la tierra comenzaron a crujir y a separarse. Los vagones se iban soltando y la gente farfullaba, maldecía y se enfurecía. Pronto, un fuego enorme fue usurpando la vida de cada vagón, cada asiento, cada papel, cada bolsa, cada abrigo, cada persona. Era el fin ¿mío o del mundo?
Cerré
los ojos y vi de nuevo a aquella mujer, aquel fantasma, aquel ángel con su
blanco vestido, su sonrisa cerrada, sus ojos azules, su seguridad, su elegancia
caminando sobre las llamas como si nada de aquello le afectase lo más mínimo.
Yo ya no escuchaba lo que sucedía alrededor. Gritos, llantos, terror. Me sonrió
desde la distancia mientras se acercaba. Deseaba ir con ella y descansar.
Estaba demasiado cansado de vivir. Noté cómo la gente se aferraba a mí tratando
de escapar del infierno, pero ellos no creían en los ángeles y yo sí. Esa era
la diferencia entre nosotros. La salvación de mi alma. La fe y la firme
creencia de que me llevaría con ella y no sufriría más estando a su lado.
Cada vez estaba más y más cerca. Abrió sus brazos hacia mí, acogedora. Me acurruqué como un bebé en el regazo de su amada madre. Una luz plateada de tonos azulados comenzó a devorarnos lentamente.
Entonces ella me miró. Supe que la luz
había vuelto a ganar su pequeña gran batalla y comprendí que todo comenzaría de
nuevo. Todas mis dudas se disiparon en ese preciso momento. Confiaba en un
próximo renacimiento donde las cosas serían diferentes, donde la luz lo
inundaría todo, donde las personas volverían
a ser personas. La Tierra nacería de nuevo y la humanidad volvería a creer en
todo aquello que olvidó cuando en el mundo reinaban las tinieblas.
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