23. UNA CABAÑA EN LA CERDANYA




Cuando los vi no me lo pude creer. Eran perfectos para el proyecto que tenía en Puigcerdà. Era una cabaña de alto standing cerca de un campo de golf del que no recordaba el nombre concreto. De todas maneras, tenía que hacerme con ellos costasen lo que costasen. 

—Disculpe las molestias —me dirigí a la dependienta, una señora mayor que combinaba a la perfección con los objetos de la tienda—. Ese juego de palos de golf que tiene colgados… ¿Están a la venta? 

—Sí, por supuesto, jovencita. ¿Pero está segura de que los quiere comprar? 

—¿Hay alguna razón por la que no debiera adquirirlos? —pregunté extrañada. 

—Esos palos están malditos. Los he vendido muchas veces y me los han devuelto por no poder controlarlos—. El rostro de la señora se oscureció mientras un escalofrío me recorrió el cuerpo—. Tienen personalidad propia —aseguró. 

—¿Me está tomando el pelo? No voy a pagar más por el cuento chino ese de la maldición —amenacé. 

—No, no era esa mi intención. Si realmente los quiere se los dejo por veinte euros. 

—¿Veinte euros?¿Lo dice en serio? —en ese momento ignoré todas mis alarmas interiores que me decían que aquello no pintaba bien. Era una antigüedad de la época victoriana por veinte euros. ¿Cómo podía ignorar aquella gran oportunidad? A mi cliente le encantaría y le podría cobrar una barbaridad. De repente, ese proyecto que acepté a desgana por los posibles contactos futuros daría beneficios considerables—. Pues claro que me los llevo —afirmé categóricamente—. ¿Cómo podría obviar una ganga de semejante magnitud? 

La señora sonrió y esa sonrisa me heló el cuerpo. Me eché a temblar, no sé muy bien porqué. Era un caluroso día de primavera. La mujer los descolgó con cuidado y me los dio. Pesaban bastante más de lo parecían pero eran palos antiguos y el grafito no era la primera opción de material en la época que fueron manufacturados. 

Salí feliz de la tienda, contenta con mi hallazgo. Había encontrado la guinda del pastel. Ahora ya podía comenzar a decorar. Los dejé en el coche porque no valía la pena acercarme a la cabaña para dejarlos. A la mañana siguiente me pondría ropa cómoda, cogería los layouts de la oficina y me aventuraría en las montañas de la Cerdaña. El lunes la cabaña estaría lista para presentarla al cliente. 

Dormí a pierna suelta aquella noche con la conciencia de no tener ningún tema pendiente. Encontrar el punto focal del salón a veinte euros me había concedido la paz que necesitaba. Era un proyecto que me traía de cabeza. El cliente, un CEO que tenía la atención de un niño de tres años, se había convertido en mi talón de Aquiles. Nunca había tenido un cliente tan difícil como él. Nada le gustaba, todo le parecía mal y nunca estaba conforme con lo que le presentaba. Ya había perdido la cuenta de las veces que había rehecho el proyecto convirtiéndolo en un pozo sin fondo de horas infructíferas de trabajo. Sólo tenía ganas de acabar y pasar a otra cosa. 

Al abrir el coche, vi los palos en el asiento del copiloto. Me extrañó. Pensaba que los había guardado en el maletero para protegerlos de miradas indiscretas. No los moví. Pesaban demasiado para moverlos con la mano que tenía libre y no iba a abandonar mi café humeante por ponerlos en otro sitio. Allí no molestaban. Tras pasar por la oficina y recoger el resto de materiales que me hacían falta para el fin de semana, me adentré en una pequeña carretera serpenteante que estaba bastante bien cuidada a pesar de su ubicación. El olor de café inundaba el interior del coche acompañado de la última recopilación de música indie que me había descargado antes de iniciar el viaje. Tenía la sensación de ir de vacaciones. Y lo haría. Una vez entregado esta pesadilla de proyecto me escaparía una semana a la playa. Estaba harta de montaña, cabañas y frío. Necesitaba unos días en una playa caribeña para recuperar fuerzas. 

Giré al camino de tierra que indicaba el último tramo del trayecto. Estaba lleno de baches y los palos de golf me atacaron un par de veces. Así que al final decidí ponerles el cinturón de seguridad. El sol brillaba más que en la ciudad y no me di cuenta de que el camino acababa allí mismo. Frené de golpe pero la maniobra no evitó que me comiera la verja de acceso a la finca. Los palos saltaron en el asiento. Menos mal que los había amarrado. Afortunadamente, sólo mi parachoques sufrió las consecuencias. Se descolgó del lado derecho en una mueca grotesca. Y entonces lo vi. Vi aquella maravilla de edificio de madera al final del sendero. Abrí la verja y subí paseando. Las vistas desde el acantilado eran impresionantes. En ese mismo instante comprendí por qué mi cliente era tan impertinente. Quería tener la decoración perfecta para no desentonar con la naturaleza que lo envolvía todo. 

Descargué el coche lentamente. Hacer aquello sola era agotador pero no podía pagarle a mi asistente todo un fin de semana de trabajo así que no tenía otra alternativa. Entré la última caja y, de repente, vi los palos al lado de la chimenea. No recordaba haberlos metido pero allí estaban. Encogí los hombros y no le di más vueltas. El sol brillaba en lo alto y me tomé un sándwich vegetal antes de comenzar con la decoración. Los obreros ya habían pintado las paredes de un color cáscara de huevo que ampliaba la estancia. Los grandes sofás de piel estaban por desembalar así que decidí que comenzaría por ellos. Quité los plásticos de cada uno de los muebles que habían ido llegando en las últimas semanas y empecé a ponerlos en el lugar que les correspondía según los layouts aprobados por el CEO. Sudaba lo que no estaba en los escritos y mi aliento se iba acelerando a medida que las habitaciones iban tomado forma. 

La habitación era de revista nórdica. Grises, ocres y lana, mucha lana. La cocina rústica pero con toques industriales. Estaba tan satisfecha con el equilibrio encontrado por los muebles grises pintados a mano y los electrodomésticos metalizados que mi cliente no pudo encontrar pega alguna. De hecho fue la única estancia que aprobó a la primera. Y así habitación por habitación hasta que llegó la noche. Me había traído mi saco de dormir y lo estiré delante de la chimenea. Me calenté unos noodles y me quedé hipnotizada por los palos de golf que había encontrado. Eran realmente bonitos y eso que yo, de golf, no sabía prácticamente nada. Al acabar de cenar, revisé las listas de lo que quedaba por hacer. El domingo sería un día largo y complicado. Había demasiados cabos sueltos por atar pero totalmente aprehensibles. El lunes me olvidaría de aquella maldita cabaña por siempre. 

No tardé en quedarme dormida. Me sentía cansada pero el sueño no estaba siendo nada reparador. Me desperté en varias ocasiones sobresaltada, no dejaba de escuchar unos golpes continuos y persistentes. ¿Estaría goteando la ducha de la segunda planta? Los obreros se habían quejado de lo difícil que había sido repararla. Subí las escaleras lentamente y entonces vi algo desconcertante a través de la vidriera de las escaleras. ¿Había una figura con mis palos de golf jugando en la noche? Me froté los ojos pensando que era un sueño, pero no. Había un hombre en la parte trasera de la casa y lanzaba bolas al fondo del acantilado. 

Cogí un cuchillo de la cocina y salí para enfrentarme al ladrón. Él paró su swing cuando me descubrió empuñando el arma. 

—Buenas noches, señorita. ¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó elegantemente. 

—Bu-bu-bu-enas no-no-noches —tartamudeé—. ¿Quién es? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Y qué hace con mis palos de golf? —conseguí espetar al final. 

—Se equivoca, señorita, estos palos son míos. Siempre ha sido y será así —me corrigió. 

Apreté el mango del cuchillo y se lo presenté con la intención de que se asustara y diera su brazo a torcer. Pero ni se inmutó, es más, se preparó para golpear de nuevo ignorándome. 

—Le exijo que me devuelva los palos y salga de esta propiedad privada lo antes posible o, si no, me veré obligada a llamar a la policía. 

El hombre me miró con desprecio y se acercó a mí con el driver en la mano. 

—¿Me está amenazando, jovencita? Yo de usted lo recogería todo lo antes posible y me iría por donde haya venido. No me moleste más, tengo que practicar mi swing. Morris no volverá a dejarme en ridículo. Le demostraré que mis bolas, las bolas Robertson, siguen siendo superiores que esas baratijas de gutapercha con las que comercia. —El hombre estaba visiblemente alterado y retrocedí lentamente. Tenía la cara desencajada y levantaba el driver peligrosamente. No entendía nada de lo que decía— ¿Quién es usted, señorita? ¿Por qué quiere mis palos? No le pertenecen — enloquecido se abalanzó sobre mí y me fue imposible reaccionar. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y luego… La oscuridad. 

La puerta se abrió y se oyó un grito desgarrador. Era la esposa del CEO que había sido la primera en entrar. Apartaba la vista incómoda de la chimenea, tras ella, mi cliente se asomó y su rostro se llenó de horror. 

—Mujer, vamos, sal de aquí y que no entren los niños. Llama a la policía y no toques nada —ordenó bruscamente y de forma desagradable. 

Si era así con su familia, no me extrañaba que a mí me tratara como me trataba. Seguía con la mirada fija en la parte superior de la chimenea donde deberían estar los palos de golf que compré por veinte euros. Pero los palos ya habían dejado de ser el punto focal de la habitación. Una decoradora con el cráneo abierto goteaba sangre en la moqueta recién estrenada. Era la que coronaba el salón dando la bienvenida de forma dantesca a aquel cliente tan insufrible colgada sobre la chimenea como si fuera un bodegón de Cézzane. Por primera vez se había quedado sin palabras ante aquella propuesta estética. Entonces, el cliente, vio una bolsa de golf antigua con un set de palos completos y se acercó a admirarlos. El driver le llamó poderosamente la atención. Era de un color bermellón brillante como nunca antes había visto. Movió la cabeza con aprobación e improvisó un swing allí mismo. Al menos, los palos, le habían gustado.



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