20. MAGENTA IRIDISCENTE

Daniel metió la mano en el hoyo y, para su sorpresa, sacó dos bolas de él. Una era la Pro-V blanca que había elegido para entrenar aquella mañana, la segunda era de un magenta iridiscente. Miró alrededor en busca del propietario pero estaba solo en el campo. Alguien debía haberla olvidado en alguna partida del día anterior. ¿Pero quién abandona una bola así en un hoyo jugado?

Hacía frío y el viento rasgaba la piel. Las predicciones no eran nada halagüeñas y la recepcionista le había sugerido dejarlo para otro día. Pero su entreno era sagrado. Nada ni nadie le impediría salir al campo. Un clima espantoso no iba a derrotarlo. Su ansiedad había aumentado en los últimos meses, tras los fracasos en los últimos campeonatos. Sus waggles eran más que incontrolables y ya no sabía qué hacer para solucionar el problema. Lo había probado todo: clases, visualizaciones, respirar, psicólogo deportivo. Su frustración lo llevaba a entrenar a diario en busca del golpe perfecto y dejar así sus malditos tics. Pero no lo había logrado hasta el momento.

Guardó la bola en la bolsa junto a las otras que había seleccionado para aquel día. Siempre llevaba treinta bolas por si tenía una mala partida. Debía confesar que era el número de bolas que había perdido en su último campeonato. Se convirtió así en el hazmerreír de sus compañeros y después de aquello no quiso volver a pisar una competición ni a jugar con nadie hasta haber superado aquel bache. Las bolas chocaban entre sí mientras Daniel caminaba con la bolsa en el hombro hacia el siguiente hoyo. Era un sonido que lo calmaba. El frío se le metía en el cuerpo y le adormecía las articulaciones. Aguanieve le congelaba las facciones pero él seguía hacia adelante a pesar del viento, a pesar de la humedad, a pesar de todo.

Llegó al tee del 10, dejó  la bolsa en el suelo y sacó el driver, su palo maldito. Había perdido la cuenta de los drivers que había comprado, intercambiado, vendido. Ninguno evitaba aquellos waggles que lo torturaban. Aquel no era un driver especial, ya se había cansado de malgastar energía en esa búsqueda infructuosa. Aquel lo había cogido por la mañana de su colección sin mirar el modelo siquiera. Era uno de los primeros con los que había comenzado a jugar. Ese valdría para un golfista tan inútil como él. Buscó al azar una bola en el bolsillo de su bolsa y la que le vino a la mano fue exactamente aquella: la bola magenta iridiscente. Sonrió. A veces la vida te guiña un ojo y gasta una broma que te hace sonreír a pesar del momento.

La colocó en el tee, se preparó, miró a la bandera en el horizonte, giró el cuerpo, levantó los brazos y, clic, la bola salió directa al centro de la calle. Daniel se giró henchido de orgullo pero no había nadie que pudiera compartir la emoción. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaban sus waggles? Cayó al suelo llorando de alegría. No daba crédito a lo que acababa de suceder. ¿Repetiría algún otro como aquel? ¿Habría superado el problema con aquella nueva bola de la suerte? ¿Superstición? ¿Era el primer paso a la recuperación? Tanto esfuerzo había valido la pena, de eso estaba seguro. Ahora a seguir jugando. La bola lo esperaba.

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El aterrizaje había sido complicado. No sabía cómo había llegado hasta aquel agujero, ni cómo saldría de allí. Los indicadores de su nave daban error en todos los paneles y, por ello, no sabía ni en qué planeta se encontraba. El agujero de gusano abierto no había sido el correcto pero no entendía cómo podía haber errado tanto la trayectoria. Inició el protocolo de comprobación de los sistemas. Al menos el de soporte vital funcionaba correctamente y aseguraba así su supervivencia aunque no tenía muy claro hasta cuándo podría resistir aquella situación.

Las comunicaciones estaban cortadas y el motor de hiperespacio no arrancaba. Estuviera donde estuviera, estaba atrapado. Perdido en el espacio, en algún planeta lejano, en una galaxia desconocida. Se sintió triste y derrotado por unos instantes pero pronto recuperó la compostura. No lo habían entrenado para tirar la toalla al menor de los problemas.

De repente, unas tenazas enormes lo sacaron de la oscuridad. Vio ante sí lo que parecía un rostro masculino con la cabeza cubierta por un tejido desconocido. En esencia se parecía a su especie pero la envergadura se multiplicaba exponencialmente. Era lo que en las historias mitológicas llamaban un gigante. Se estremeció al comprobar cómo aquella figura examinaba su nave con atención. Aquel gigante se encogió de hombros y lo guardó junto con otras naves de diferentes colores, o eso era lo que parecían.

Si eran naves, tal vez pudiera comunicarse con ellas de alguna manera. Eran blancas y amarillas. Eso le desconcertaba porque no eran los colores de su flota. Sin embargo, el viajero del espacio llegó a la conclusión de que podían provenir de planetas cercanos al suyo. Las comunicaciones seguían caídas e intentó con señales luminosas. En aquella nueva oscuridad, el silencio fue la respuesta más repetida. Y se rindió. Se rindió al darse cuenta de que se movían. Era un movimiento lento y de cadencia rítmica. No llegarían muy lejos a esa velocidad y se desesperó. Subidas, bajadas, golpes contra un cuerpo que lo desestabilizaba hasta llegar a algún lugar.


El gigante lo puso encima de una pequeña superficie sin llegar a tocar la vegetación del planeta. El viajero se emocionó. Parecía una plataforma de despegue. Rápido volvió a los mandos de la nave y volvió a intentar arrancar los motores. Los mandos no respondieron. Luego un empujón tras un poderoso clic lo hizo chocar contra la consola de mandos. Estaba volando. ¿Cómo había ocurrido? Miró por la ventana trasera de la nave y vio al gigante victorioso con un palo en la mano. ¿Acaso lo estaba intentando ayudar? El viajero giró las ruedas de reacción de su nave manualmente pero el descenso fue inevitable. Volvió a chocar con la superficie del planeta. Era verde y estaba rasurada con especial esmero. Parecía que a aquella civilización no le agradaba la naturaleza en su estado salvaje. Y, entonces, lo vio venir. El gigante se aproximaba con un palo diferente. A lo mejor, con aquel conseguiría más potencia.


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Daniel se sentía poderoso y en racha. Ahora haría el approach con el hierro 8. Siguió con la mirada la trayectoria de la bola y la iridiscencia lo deslumbró. Por eso, tal vez, no se extrañó de que el ángulo que dibujaba no era del todo el esperado. Parecía fluctuar en el aire mientras viraba a la izquierda y caía haciendo backspin cerca del green. “Bueno, no está nada mal. Tengo que darle algo más de estabilidad pero el tiro ha estado mucho mejor y sin señales de waggles en ningún momento”, se dijo. Sintió que se había quitado un gran peso de encima, que por fin podía respirar, que la pesadilla había acabado. No podía borrar la sonrisa de la boca. Aquella bola lo había cambiado todo. Se acercó dando pequeños saltitos de felicidad hacia el punto rosa magenta que lo esperaba paciente cerca del hoyo.

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Y, afortunadamente, aquel golpe, que no había sido tan potente hizo que su nave comenzara a despertar. El motor se ahogaba intentando reaccionar e iniciar así el vuelo pero, a pesar de varios intentos, el despegue fue infructuoso de nuevo. Chocó irremisiblemente contra la superficie. El golpe tiró al viajero al suelo de forma violenta y se abrió una brecha en la frente de la que salía sangre a borbotones.

Abrió el botiquín y se vendó el corte en un intento por parar la hemorragia. Y fue entonces cuando lo supo. El problema de la nave. La propulsión. Algo debía estar obstaculizando los cables de la propulsión. Lanzó el botiquín al asiento del copiloto vacío y bajó las escaleras hacia la sala de combustión. Tiró de una pletina que dejó al descubierto un amasijo de cables. Allí estaba el problema, ante sus ojos. Tenía que darse prisa porque, si no se equivocaba, el gigante volvería a intentar a ayudarlo en breve. Es que era un inútil y un idiota. Un idiota inútil. Con sus dedos y evitando que la electricidad lo hiciera saltar logró poner aquellos cables en orden. Corrió hacia su asiento con la respiración entrecortada por la carrera. Justo a tiempo.

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Le preocupaba puttear. La verdad era que los waggles no eran su único problema. A causa de la frustración que sentía le costaba ver las caídas del green, se ponía nervioso y acababa apuntando al lado opuesto al que debería. Se decidió por el putter de su gran ídolo, Jon Rahm, rojo Spiderman, que le había costado riñón y medio pero, ni con esas, su juego mejoraba. Respiró profundamente para calmar los nervios. Sostuvo con firmeza el grip, miró el hoyo, sopesó las opciones de dirección, fijó la vista en la bola y golpeó fuerte pero con sentido. Estaba satisfecho del golpe a pesar del viento y la humedad. Ahora sólo había que ver si la trayectoria era la correcta. Daniel seguía a la bola con la mirada sin creérselo, rodaba y rodaba contra el césped y, de repente, la perdió de vista.  

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El gigante había sacado otro palo de aspecto muy extraño. Ese sería el correcto. Seguro. El impacto fue firme pero poco potente y eso desanimó al viajero. Si sólo le hubiera dado con la potencia del primer golpe. Haría lo que pudiera. Su nave empezó a renquear pero se empezaba a mover de forma autónoma. Los motores estaban respondiendo.

La nave rodaba por la superficie con dificultades, ronroneaba mientras seguía la dirección marcada.  El viajero pronto vio el borde del hoyo y aguantó la respiración al traspasar el abismo. En aquel preciso instante el motor arrancó y el agujero de gusano correcto se abrió ante él como dándole la bienvenida. Le estaría eternamente agradecido a aquel desconocido. Y, entonces, la nave magenta iridiscente desapareció de la faz de la tierra inmediatamente.

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Había caído en las profundidades del hoyo. Daniel se frotó los ojos, incrédulo y lloró de felicidad. Lo había conseguido y todo gracias a aquella bola de la suerte con la que el destino le había obsequiado. Supo a ciencia cierta que ya no tendría problemas con su juego y que había superado todos sus miedos. Agradecido, fue a rescatarla del agujero. Tocó impaciente todas las paredes y el fondo pero allí ya no había nada. ¿Qué había ocurrido? ¿Había sido un sueño? Ninguno de los dos, ni el golfista ni el viajero, supieron nunca el uno del otro ni de cómo ambos se habían ayudado a retomar el rumbo de sus vidas. Uno orgulloso de recuperar su juego, el otro feliz de poder volver a su hogar.  

 


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