17. EL LEGADO
Beatrix
había vuelto a ganar sin casi darse cuenta. Su madre, Janet, la sonreía
orgullosa desde la tribuna mientras escuchaba atenta la clasificación que le
confirmaba su triunfo, una vez más. Aquel ritual ya no le hacía feliz pero no
quería decepcionar a su madre y seguía compitiendo para demostrarles a aquellos
hombres que las mujeres podían ser igual de buenas que ellos en el golf. Pero,
¿cómo dejarlo en aquellos momentos? Las hermanas Curtis probaban ser unas
excelentes sucesoras aunque su juego, sin duda, era muy superior. Turnure, por
su parte, había caído casi sin esfuerzo. Y lo de Barnes, lo de Lucy era de
vergüenza ajena.
Muchos
periodistas aseguraban que jugaba incluso mejor que muchos hombres. A ella, ya
le hubiera gustado enfrentarse a alguien que le pusiera las cosas más difíciles,
pero nada. No parecían ser motivos suficientes ni aquellas normas femeninas
ridículas, ni la incomodidad de la cinta que amarraba su falda, ni la falta de
potencia por no poder subir el brazo como sus anhelados competidores masculinos.
Ninguno de ellos parecía atreverse a dar el paso a pesar de ser la golfista
revelación en el pionero campo de Shinnecock Hills, el primero en tener nueve
hoyos sólo para señoras. Cómo había disfrutado jugando aquel campo por primera
vez. Recordaba a su madre dando la tabarra a su padre para que les construyeran
un campo sólo para nosotras. Como ella, muchas de sus amigas de la aristocracia
de la zona habían hecho exactamente lo mismo con sus propios maridos quienes se
negaban con firmeza a compartir hoyos con su mitad más débil. Y como una gota
de agua que cae lentamente sobre la piedra y la erosiona, así consiguieron las
mujeres un trocito de césped para ellas olvidando algún mensaje importante, con
jaquecas recurrentes en el dormitorio y tirando por accidente algún puro cubano.
Muchas celebraron aquella conquista pero la batalla más difícil estaba aún por
llegar. Beatrix, la niña prodigio de Shinnecock Hills, quería colgar los palos
y lo peor de todo era enfrentarse a lo que sus congéneres pudieran pensar de
ella. Así, había ido postergando la retirada.
El
señor Dunn la entrenaba sin miramientos y tanto esfuerzo había dado sus frutos.
La actividad física la reconfortaba pero ya no tenía competidora a la que
derrotar. El juego se había vuelto tedioso y sin emoción y aquello la aburría
soberanamente. Ni tan siquiera Lucy Barnes había osado enfrentarse a ella.
Simplemente, le regaló su corona. ¿A qué podría aspirar ahora?
Sin
embargo, Beatrix tenía la sensación de estar traicionando a todas aquellas
mujeres que la vitoreaban mientras subía a la tribuna a recoger el premio y
posar para las fotos del semanario. Muchas pertenecían al Morris County Golf
Club, el primer club de golf dirigido por mujeres que tenían a sus costillas
como caddies. Ella había acompañado a su progenitora, una de las madres
fundadoras de aquel club, a aquella reunión en el salón de la señora de Henry
Hopkins de donde saldrían las 32 mujeres que como miembros regulares dirigirían
aquel club de golf de siete hoyos. No se excluía a los hombres. Ellas no eran
tan cerradas de mentes como ellos y se les permitía miembros asociados a un
número limitado de hombres así como desarrollar algunas funciones como asesores
y, por supuesto, de caddies de sus queridas esposas. Y, aunque las malas
lenguas aseguraban que aquello no duraría mucho, para nosotras había sido una
victoria bien merecida.
Aquel
mes de abril de 1894 se había hecho historia a base de tazas de té y sándwiches
de pepino y huevo. La señora Hopkins con aquella preciosa falda de algodón de
Atlanta de color topacio presidía la reunión con mesura y diligencia. Hablaron
todas, se escribieron propuestas y se formularon las bases para aquel club que
sería el orgullo de muchas y la desgracia para ella.
Janet,
su madre, la adoctrinaba en casa casi sin darse cuenta. Beatrix era un modelo a
seguir para muchas muchachas que veían en el golf la excusa perfecta para
practicar un deporte en casi las mismas condiciones que sus compañeros de vida.
Les daba la oportunidad de respirar aire puro, de desfogarse un rato dando
golpes y vestir ropas mucho más cómodas y ligeras. Era el primer paso hacia una
liberación femenina, una revolución muy parecida a la que estaban acrecentando
sus compatriotas sufragistas. Al final, se trataba de mostrar que podíamos
hacer las mismas cosas que ellos manteniendo las distancias que marcaban la
moralidad del momento. Beatrix se creyó el mensaje de su madre a quien adoraba
y quería por encima de todo; pero, ella, a diferencia de su progenitora, iba un
paso más allá. ¿Por qué no podía competir con ellos? ¿Cómo podíamos saber si hacíamos
las mismas cosas si estábamos en espacios tan alejados unos de los otros? Y ese
conflicto interior la atormentaba. Se lo había comentado a su madre en varias
ocasiones pero la moral ganaba siempre la partida y ahí se acababa cualquier
discusión posible.
Beatrix
subió a la tribuna y saludó a los representantes que la esperaban ansiosos.
Allí arriba fue plenamente consciente del público que la vitoreaba (y no sólo
había mujeres). Eso la henchía de orgullo. Su corazón, sin embargo, se iba
resquebrajando por momentos. No veía el fin a su carrera. ¿Cómo podía
decepcionar a tanta gente? ¿Cómo les podía argumentar su partida por hastío?
¿Acaso ese no era un motivo suficiente? Su madre la abrazó y, entre lágrimas de
felicidad, la agasajó con bonitas palabras. Una lágrima resbaló por la mejilla
de Beatrix. No era una lágrima de felicidad, justamente. Tenía un sabor amargo,
con un regusto a tristeza que le escocía
las heridas. Deseó que su madre no confundiera su desconsuelo por satisfacción.
El
próximo torneo estaba a la vuelta de la esquina y Beatrix sabía que no asistiría.
Un periodista las separó. Tras la recogida del premio tocaban las fotos tan
esperadas. Se secó las lágrimas y se recompuso un poco. No era la imagen que
quería dar. Fabricó una sonrisa artificial, se arregló el pelo y se pellizcó
las mejillas. Nadie tenía que intuir algún atisbo del peso que cargaba sobre
sus hombros. El peso de la responsabilidad para con su género, de cumplir las
fantasías de su madre, de ser siempre la mejor, de no desfallecer, de seguir
hacia adelante a pesar de un tiro desastroso. En resumidas cuentas, el peso de
ser la niña prodigio del primer club de golf que aceptó a mujeres en sus
instalaciones.
Las
luces de las cámaras la deslumbraron cegándola unos segundos. Cuando recuperó
la visión, una decena de periodistas la rodeaban. Hacían muchas preguntas a la
vez y a Beatrix no le daba tiempo ni a contestar. Pero no hacía falta, ellos se
las contestaban solos. Es más, eran preguntas tan absurdas que pensó si lo que
realmente hacían era comprobar su nivel de inteligencia o simplemente insultar
su capacidad intelectual. Fue entonces, cuando uno de ellos le hizo la pregunta
que ella estaba intentado evitar a toda costa:
−Y
después de esta impresionante victoria en la que ha demostrado que no tiene
rival, ¿cuál será su próximo reto? ¿Inglaterra?¿Europa?
Beatrix
sonrió, se quitó el guante y se lo metió en el bolsillo, se arregló la falda y
enderezó su espalda encontrando su propio lugar.
−Esos,
señores, ya se verá. Buenas tardes.
Elegantemente,
les dio la espalda, sacó el guante del bolsillo y se lo regaló a un chico
pecoso que la miraba con admiración. Ya no le haría falta. El niño, pletórico,
enseñó a su madre el regalo que había llegado a su poder. “Mamá, no me lo voy a quitar nunca. Me lo ha dado la señorita Hoyt.
Beatrix Hoyt.”
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