16. BURBUJAS
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Y su burbuja estalló. Miró alrededor en busca de una respuesta a lo que acababa de ocurrir. No conocía a nadie que viviera fuera de su burbuja. ¿Y si no podía respirar? ¿Y si moría quemada por el sol? Ahora que no se sentía protegida por su burbuja, el mundo le parecía infinito.
Comenzó
a caminar con cuidado de no hacerse daño. Lentamente, miraba por dónde pisaban
los pies y, de repente, una mujer rodeada por una burbuja furiosa la atropelló
y la hizo caer. Ella quedó tumbada en el suelo y, entre lágrimas, percibió un
azul diferente. El cielo era de un color más intenso, más azul de lo que
recordaba. Ya hacía tiempo que no lo miraba pero ahora parecía que alguien había
editado la foto con algún tipo de filtro que desconocía. Se puso en pie y
observó la calle con atención. Todo brillaba más. Había subido la intensidad de
los colores inesperadamente.
Todo
el mundo caminaba dentro de su burbuja: una llena de humo, una húmeda de
tristeza, una pringosa de disgusto, una enfadada arreaba a quien se cruzara en
su camino, otra feliz y grande (se veían pocas de aquellas, eran poco prácticas
porque ocupaban mucho espacio y normalmente eran artificiales, modificadas químicamente
por algún producto farmacéutico). Sin embargo, la más común era la gris. Había
una multitud de tonos diferentes de gris hasta llegar a la negra, angustiosa, a
menudo demasiado pequeña para sobrevivir. Normalmente la gente que vivía en una
burbuja negra moría joven, ahogados por la oscuridad que los envolvía. Y así
había burbujas de todos los colores, formas y texturas que vivían aisladas las
unas de las otras en su propio universo habitado y reducido sin percibir nada
del exterior. Aún así, personas sin burbuja, no había conocido a nadie. Desde
pequeña le habían enseñado a tener cuidado de su burbuja porque, sin ella, la
supervivencia era imposible. Siempre había vivido con la suya azul brillante,
le gustaba aquel tono azul tan peculiar que daba a cada uno de los episodios de
su vida. Ahora todo era diferente. ¿Qué podía hacer? No podía volver a casa, no
sabía cómo podrían reaccionar sus
padres; al trabajo tampoco, la entregarían a las autoridades automáticamente
(no podía continuar enseñando a los niños de aquella manera). Todo el mundo la
miraría de forma extraña.
Y
fue entonces cuando sintió aquel susurro que venía de su interior y decidió, en
aquel preciso momento, seguir el camino que tenía que seguir. La había oído antes
pero la hizo callar porque no estaba nada bien oír voces (o eso era lo que le
habían enseñado). Por primera vez en su vida, sabía qué dirección tenía que
tomar sin ningún tipo de duda. Y ya nada era más importante: lo que pensara la
gente de ella, si se sentía segura o no, si aquella barrera que la separaba del
mundo existía o no. La intensidad de los colores, de los olores, de la vida ya no
era un filtro de una aplicación del móvil. Ya comprendía por qué no le gustaban
las fotos en blanco y negro.
Sin
darse cuenta había salido de la ciudad y allí, delante de ella, vio unas casas
blancas y luminosas. Una pelota golpeó sus pies, se agachó para cogerla y
descubrió texturas nuevas: vieja y desgastada. Un niño se acercó a recuperarla.
Su sonrisa pícara le hizo latir el corazón a más velocidad. Aquel chico no tenía
ninguna burbuja a su alrededor. Era libre. Le robó la pelota de las manos y se
fue corriendo, jugando con otros niños como él: sin burbujas, sin
interferencias, sin filtros, sin miedo.
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