25. EL GANADOR


 —¿Pero cómo me has podido poner de nuevo con él? ¿Es que no sabes cómo es? Somos amigos pero es la quinta partida que nos toca juntos. Es inaguantable. Y lo sabes. Exijo que me cambies antes de que llegue y se entere…
—Señor Pérez, buenos días. Mire qué sincronía; acaba de encontrar a su pareja de juego de hoy —saludó el recepcionista con una falsa sonrisa. El jugador del que hablaban acababa de traspasar el umbral de la puerta.
—Vaya, qué casualidad, Jesús. ¡Otra vez juntos! Voy a dejar de creer en la casualidad y voy a empezar a sospechar que me escoges para ganar. Qué buen tándem hacemos, compañero— el señor Pérez se abrazó a su amigo Jesús mientras respiraba aliviado. A juzgar por su buen humor, esta vez no tendría conflictos con su compañero de partida.
—Pues, sí, Antonio. No hay nada mejor que jugar con los amigos, ¿verdad? —mintió— venga, que los otros dos nos esperan en el tee de salida. Nos ha tocado el 10.
—Sí, vámonos, que nos pilla un poco lejos.
Ambos se despidieron del recepcionista y del resto de compañeros, que acababan de formar sus parejas para salir al campo.
—No sabes cómo me alegro de que nos haya tocado jugar juntos de nuevo. No soporto a muchos de los que estaban esperando. —Jesús puso los ojos en blanco, resignado, pero Antonio no se dio cuenta. Ya tenía la mente en el juego—. He estado practicando toda la semana y el entrenador me ha asegurado que mi swing ha mejorado mucho. Ya sabes que fue una locura  cambiarlo a estas alturas, pero ¿Qué otra cosa podía hacer? Necesitaba mejorar mi juego. Tú mejor que nadie me comprendes, ¿verdad, amigo?
—Claro, por supuesto. —No sabía ni lo que le había dicho. Había desconectado justo al inicio de su monólogo; pero si algo sabía de Antonio era que no se le podía llevar la contraria. Así que soltó lo primero que le vino a los labios. —Yo no sé si me irá bien hoy. No he podido entrenar mucho. Ya sabes, mi nieta ha estado resfriada esta semana y me ha tocado hacer de canguro.
—¿Otra vez? Esa niña cae enferma muy a menudo. ¿Y por qué no te la llevaste al campo? Podrías haber tirado unas bolas mientras la tenías durmiendo en el carrito.
—Antonio, que la niña estaba con fiebre. Por favor, no todo en esta vida es el golf. Yo soy muy feliz cuidando de mi princesa.
—Es mi opinión, pero no debes descuidar tu juego. El entreno debería ser sagrado y diario. Si no, se pierden sensaciones. Dile a tu hijo que no abuse tanto de tu disponibilidad, que tienes cosas que hacer.
—Claro, claro, amigo, lo que tú digas.
Los compañeros caminaron hasta la salida en silencio. Antonio aprovechaba para concentrarse y Jesús respiraba con calma para no matarlo antes de  comenzar la partida. La suerte era que se conocían desde hacía tiempo y eso ayudaba a que los cuchillos, o bueno, los palos de golf, no salieran volando antes de lo esperado. Llegaron al lugar designado y saludaron con poca efusividad a sus contrincantes. Antonio no pudo disimular su cara de disgusto al comprobar quiénes eran, mientras que Jesús lo disculpaba a sus espaldas para que la paz durara un poco más.
Sonó el pistoletazo de salida y  se inició la partida sin muchos sobresaltos. Todo fue bien durante los cuatro primeros hoyos. Antonio no falló ninguno de sus tiros y eso aseguraba la tranquilidad. Reía, saludaba e incluso bromeaba con sus compañeros. Sin duda, aquella partida sería estupenda. O eso creían todos hasta que en el horizonte se vieron nubes de tormenta.
—Uff parece que va a caer la del pulpo —advirtió Jesús.
—Nah, las nubes van hacia el sur, no nos alcanzaran. De todas maneras, si aceleramos un poco a lo mejor tenemos suerte y no nos mojamos. —vaticinó el sabio Antonio.
Y esas palabras parecieron desatar el diluvio universal. Chuzos de punta empezaron a caer mientras Antonio se preparaba en el tee.
—Es chirimiri, tranquilos, enseguida pasará y podremos seguir jugando —volvió a asegurar Antonio.
El agua los acompañó dos hoyos más. A rachas fuertes o chispeando. Ni los paraguas, ni los chubasqueros ayudaban demasiado y eso amargó el carácter a los valientes que seguían jugando. Fue una suerte que la lluvia amainara porque ya los árbitros se planteaban anular la partida. Hecho al que Antonio se opuso tajantemente. ¿En Escocia paraban de jugar por cuatro míseras gotas?, les recordó con vehemencia.
Cuando el sol asomó de nuevo, los ánimos se tranquilizaron. Antonio seguía dando lecciones a tres compañeros más que aburridos de escuchar sus consejos de golf. Él se sentía feliz, se veía ganador. La lluvia le había dado una ventaja inesperada, ya que sus contrincantes no acostumbraban a entrenar tan duro como él. Sin embargo, algo pasó en el green del 18. Aprochó desde unos matorrales con tan mala suerte que un golpe del viento llevó la bola a un bunker. Antonio perdió los nervios y tiró el pitch contra el suelo de muy malas maneras. Acababa de perder una oportunidad de oro para llevarse de calle a esos mequetrefes. Esperó su turno mientras observaba cómo sus compañeros de partida le adelantaban. Aquello no hizo más que enfurecerlo.
—Venga, Antonio, ánimo. Seguro que lo sacas a la primera y te vuelves a poner en cabeza, campeón—animó Jesús con los dedos cruzados. Sentía otra tormenta acercarse. Una que no tenía nada que ver con nubes. Antonio estaba a punto de estallar. Lo había visto ya demasiadas veces y se temía lo peor.
Y el señor Pérez cogió su sand y se preparó para sacar la bola del obstáculo. Los bunkers no eran su especialidad pero tampoco le suponían una gran dificultad. Respiró, se colocó y… La bola tocó el margen del bunker para regresar hasta su lugar a los pies del golfista. No daban crédito. Antonio lo volvió a intentar con el mismo resultado. La bola golpeó en el margen y resbaló de nuevo hasta sus pies. Jesús no podía dejar de mirar a su amigo, sorprendido de que fuera capaz de mantener la calma de aquella manera. Sin duda, el entrenador lo estaba ayudando a controlar su genio. Y fue al tercer intento que el juego continuó. Todos respiraron aliviados al comprobar que Antonio no había roto ningún palo todavía y aceptaba resignado su puntuación.
Los cuatro siguieron jugando. Antonio estaba extrañamente silencioso, había dejado de fardar y de dar consejos innecesarios. Su rostro se había oscurecido pero seguía jugando mecánicamente como si el error, o mejor dicho, los golpes de más, no le hubieran afectado lo más mínimo. Para Jesús aquella fue la partida más tranquila del último mes y la estaba disfrutando.
El final se acercaba, los abandonos debido a la lluvia y la eficiencia de Antonio habían dejado a la pareja con la posibilidad de ganar el torneo y la cercana y anhelada victoria hizo que Jesús olvidara todos los desplantes de su amigo. Aunque con el último hoyo la tormenta volvió al campo. La lluvia cayó con una fuerza inesperada y los primeros truenos se escucharon en la lejanía. Una sirena sonó de inmediato informando a los jugadores de que el torneo se suspendía debido a la climatología y que debían volver a la casa club lo antes posible. Era peligroso permanecer en el exterior. Antonio, sin embargo, hizo caso omiso a los avisos. Se colocó en el tee e hizo el swing del día. Luego sonrió a los compañeros con una mueca extraña.
—Vamos, Jesús, te toca.
—Pero si acaban de suspender el torneo. Venga, recoge, que nos vamos. Por suerte estamos cerca de la casa club.
Y Jesús y sus contrincantes empezaron a recoger los palos para irse. Antonio no comprendía lo que estaba sucediendo.
—¿No me he explicado bien? Jesús, al tee, te toca. ¿Y vosotros dónde pensáis que vais? Esta partida la vamos a acabar sí o sí. ¿Ha quedado claro?
Se miraron unos a otros, asustados. Aquella criatura que estaba ante ellos no era Antonio. De hecho, ni siquiera parecía una persona. Tragaron saliva y tiraron con miedo ante la terrorífica mirada del monstruo que los amenazaba con el driver. El agua, el barro, los truenos y relámpagos dificultaban el juego. El frío se había apoderado de los huesos y ya se habían descontado de las bolas que habían perdido en aquel tifón. El green parecía alejarse mientras Antonio se crecía por momentos. En un descuido la pareja adversaria logró escapar saltando al obstáculo de agua que desbordaba el campo. Abandonaron sus equipos con el único pensamiento de salvar sus vidas. Pero Jesús no podía dejar a su amigo en semejante estado. Temía por su seguridad y su cordura.
—Antonio, por favor, vámonos. Aquí ya no hacemos nada. Todo el mundo ha ido a resguardarse. ¿No ves los relámpagos?¿No oyes los truenos? Va, amigo, si seguro que hemos ganado con los resultados que teníamos. Ha faltado solo un hoyo. No tenemos que hacerlo. Vámonos, te lo suplico.
Pero Antonio seguía impertérrito ante las súplicas de su compañero. Era como si no lo viera. Ante él solo quedaban el green, la bola y el putter.
—Jesús, apártate y quita la bandera. Voy a acabar este hoyo aunque sea lo último que haga. Voy a ser el ganador legítimo de este torneo porque he sido el único valiente  que lo ha acabado. Vete, no te necesito. Tener amigos para esto, para que te abandonen en los peores momentos. No me mereces Jesús García. Ganaré y lo haré solo. Esta victoria será exclusivamente mía.
Antonio putteó y la bola entró con dificultades en el hoyo. Por un momento pareció que saldría de nuevo. Pero permaneció en su interior. El golfista liberó la tensión acumulada y celebró su victoria. Alzó el putter para que todo el mundo pudiera ver su hazaña y, entonces, un rayo lo alcanzó. Antonio cayó fulminado con una sonrisa en la cara. Nunca una muerte había sido tan apropiada. Antonio no podía haber fallecido de ninguna otra manera. Los vaqueros mueren con las botas puestas o, como sucede en esta historia, con el putter en alto.


 

 

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